MANUEL RIVAS TRUJILLO. SEGUNDA PARTE

 


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Al llegar a Motril, comprobamos que todo estaba más tranquilo, la marcha continuaba, la aviación no nos atacaba ya, los barcos que antes veíamos en la lejanía del horizonte marino habían desaparecido de nuestra vista, y esto fue lo que nos hizo pensar que todo lo terriblemente malo había quedado atrás.

Nosotros particularmente, es decir, mi hermano (José) y yo, nos detuvimos en Motril para volver a cambiar los trapos que envolvían nuestros pies y algo que nos calmara el hambre, hambre que de no haber sido por el consumo de zumo de caña nos habría debilitado aún más de lo que ya lo estábamos y nos hubiera impedido llegar sanos y salvos a la zona controlada por los leales al gobierno, que en aquellos momentos se veían reagrupándose para frenar a los traidores que se sublevaron en su día, para derrocar a un gobierno establecido por el pueblo.

ALIMENTÁNDOSE CON CAÑAS DE AZÚCAR

Unos soldados nos informaron de que estaban distribuyendo latas de sardinas y carne en conserva procedente de Rusia. Caminábamos hacia el lugar indicado, cuando observamos en una placeta allí existente unas bestias muertas por la explosión de una bomba que había sido lanzada el día anterior, los efectos de la metralla eran espantosos. Una de aquellas bestias aún tenía vida; nosotros estábamos contemplando aquella masacre, cuando en una puerta frente a donde nos hallábamos, vi a un hermano mío sentado en el tranco de entrada (Francisco). Me dirigí hacia él y abrazándonos, lloramos como dos niños (17 y 18 años) y sin pronunciar palabra en aquel momento. El cansancio estaba reflejado, en su rostro, el agotamiento era visible y en su aspecto se observaba el sufrimiento del que todos habíamos sido copartícipes.

Yo pregunté:

—"¿Donde está papá y los demás?"

—"Aquí estoy -contestó él desde el interior de la casa- estamos aquí -pluralizó."

Entramos en la casa mis dos hermanos y yo, y miramos a un lado y a otro para poderlos localizar, ya que aquella casa era muy amplia y se hallaba repleta de personas que descansaban apaciblemente después del calvario vivido. Al fin los vimos y nos abrazamos sollozando, desahogando de este modo la opresión que sentíamos en nuestros pechos.

Al no ver a mi hermano pequeño (Antonio, 6 años) pregunté que dónde se hallaba y la respuesta fue enormemente amarga, el niño había desaparecido en uno de los bombardeos, cuando en compañía de un cuñado mío (casado con su hermana María) se vio obligado a separarse de los demás, huyendo como todos de aquella barbarie.

Ya hemos dicho que el niño desaparecido contaba 6 años de edad y que probablemente habría muerto también en la huida. Lo que ya era evidente es la desaparición de tres miembros de la familia: mi madre, el recién nacido y éste último. Porque de los dos mayores nada sabíamos.

Cuando nos encontrábamos en esta casa de Motril, me di cuenta de que mi hermana (María, 27 años) le ocurría algo raro, ya que no se había abrazado a nosotros en el momento del reencuentro. Yo la veía con los ojos muy abiertos y el espanto se le observaba en ellos, y cuando hablaba lo hacía incoherentemente sin que nadie la pudiera callar; la irritación que sufría se manifestaba en una sarta de insultos a los fascistas y en gestos de desesperación, llevándose las manos a la cabeza desmelenada por sus bruscos movimientos.

Cuando comíamos un bocadillo que nos habíamos preparado con las conservas que nos habían facilitado los soldados, teniendo como mesa unos cajones, se levantó como una exhalación gritando:

—"¡Que estalla!, ¡que entalla!, ¡que estalla la bomba que está allí en esos cajones!, ¡fuera de aquí!"

Salimos todos precipitadamente de la casa quedándose ella en el interior. Nosotros al ver aquella actitud, comprendimos inmediatamente que aquella mujer había perdido la razón; la captura de mi madre con el recién nacido, la desaparición de su marido con mi otro hermano, más los sufrimientos que ella misma pasó, eran los motivos más que suficientes para perder el control de una mente.

Salíamos ya de Motril, seis miembros de la familia, aún quedaban muchos kilómetros para llegar a Almería y como ya habíamos comido y descansado, nos pusimos en marcha para alcanzar Adra, llevando algunas latas de sardinas y carne de búfalo procedentes, según decían, de Rusia. Todo esto sin dejar de mirar recelosamente al cielo y al mar temiendo la aparición de los barcos y aviones de los que tantos quebrantos habíamos recibido. Alguna vez que otra, veíamos un avión a gran altura, pero sin atacar a la multitud que caminaba por salvar su vida y por no desear convivir con el fascismo.

Era tan grande el deseo de llegar a Adra, que todas las casas que rebasábamos nos lo parecía.

Era inconcebible que nadie se preocupara de nosotros, ni de la precaria situación que aquella masa humana estaba viviendo. Todavía hay una pregunta flotando en la mente de los que vivimos aquella tragedia: ¿Por qué el ejército de la República no puso a salvo a los refugiados procedentes de la zona enemiga? Ya decíamos que se hablaba de «venta» al enemigo y es posible que aquello fuera cierto, porque si no hubo esa «venta», el proceder de los responsables de la seguridad del pueblo dejaba mucho que desear; ni barcos, ni camiones, ni armas para defenderse, ni nada que hoy les pudiera servir para salvar responsabilidades.

Cuando llegamos a Motril, nos creíamos que nos pondrían medios de locomoción para trasladarnos, pero no fue así y tuvimos que caminar 50 kilómetros más. Al fin llegamos a Adra; el trayecto entre Motril y Adra había sido duro, ya que el cansancio y la fatiga hizo que nos sintiéramos enfermos, pues ya eran 8 días los vividos en esas condiciones que he narrado.

A este pueblo almeriense llegamos el día 14 de Febrero de 1937, con un recorrido a pie de más de 200 kilómetros.

En Adra nos cruzamos con una caravana de camiones cargados de soldados de las Brigadas Internacionales; se apearon de los vehículos y compartieron con nosotros los alimentos que llevaban y nos pidieron que subiéramos a los camiones y así lo hicimos. Pusieron los vehículos en marcha, repletos de gentes y nos llevaron a Almería. En esta provincia nos aconsejaron que cogiéramos el tren para ir al lugar que cada uno deseara, pero como estábamos muy cansados, la mayor parte de las personas quedamos allí hasta el día siguiente. Después marchamos para el puerto, y allí nos sentamos en el suelo viendo a otros que se embarcaban en los barcos que para tal efecto habían sido preparados. Como nosotros teníamos la intención de estar un día más en Almería, había que prepararse algo para hacer de comer; aquí el pan estaba muy escaso y donde lo había se formaban unas “colas” interminables. En una tienda nos dieron un kilo de arroz y unos pocos de higos secos, los que llevamos al puerto para consumirlos entre todos.

Estando comiendo lo que nos hablan dado en aquella tienda, se presentó uno de los dos hermanos (Juan) que estaban en el frente de Málaga, éste al igual que hicimos nosotros en Motril, se abrazó a todos preguntando por el pequeño, la respuesta fue idéntica a la que nosotros hablamos recibido, es decir, que el niño desapareció con nuestro cuñado en un bombardeo en Nerja. También nosotros preguntamos por el hermano que faltaba (Pedro) y nos dijo que él creía que se había escapado de los fascistas y que seguramente estaría en su unidad.

Juan, que este era el nombre del que se presentó a nosotros en el puerto, estaba prestando el servicio militar y tenía que quedarse allí en Almería, para reincorporarse a su batallón. No obstante, fue a buscar comestibles y enseguida volvió con ellos. Se despidió de todos nosotros y le dijimos que iríamos a Murcia y que ya nos volveríamos a ver de nuevo.

Habíamos pasado todo el día en el puerto y por la tarde nos adentramos en la ciudad, con el objeto de pasar la noche. Estábamos en el centro urbano, cuando en un enorme edificio de la acera opuesta a la que nosotros nos hallábamos, vimos a un grupo de mujeres que salía de él y les dijimos, que por favor, nos dieran un sitio dónde poder pasar la noche. Aquellas amables mujeres nos dijeron que ellas se iban al refugio, para eludir cualquier bombardeo, que pudiera producirse y que nosotros tampoco deberíamos quedarnos. Al insistirle de que si no había inconveniente nos quedaríamos en sus casas, accedieron no sin antes insistir que nos fuéramos al refugio con ellas.

Al no querer marcharnos a los refugios, nos dijeron que la primera planta del edificio estaba a nuestra disposición, incluidas las camas. Unas camas como aquellas no las habíamos disfrutado nosotros en toda nuestra vida, pues ya sabe el lector en las condiciones en que estábamos en aquel miserable pueblo de Peñarrubia, dónde a pesar de ser un pueblo de una riqueza agrícola muy estimable, sus gentes pobres pasaban mucha hambre.

Estábamos gozando de un profundo y reparador sueño, cuando una violentísima explosión sacudió el edificio donde nos encontrábamos, haciendo vibrar su estructura de tal manera, que temimos que pudiera desplomarse de un momento a otro. Volvieron otra vez los aviones fascistas y esto era lo que había provocado aquellas sacudidas que nos sacó de aquel placentero sueño. Las bombas volvían a caer sobre la ciudad haciendo enormes estragos en su población, que precisamente aquella noche estaba multiplicada por la gran afluencia de refugiados.

Quedó la ciudad a oscuras, nosotros aguantábamos el terrorífico trance amargados en nuestros dormitorios. El edificio colindante con el que a nosotros nos facilitaron para pasar la noche, había sido alcanzado de lleno y hasta nosotros llegaba el inconfundible crujido de vigas, puertas y ventanas. La techumbre de la casa que nosotros habitábamos se nos venía encima, parecía que las bombas no se les iban a terminar nunca.

Por fin el ruido de las explosiones cesó, pero no el griterío que las personas afectadas producían en la calle al comprobar los efectos causados por los bárbaros incursores.

De ésta también nos habíamos salvado, ya que estuvimos a punto de ser alcanzados por el bombardeo al no hacer caso de las reclamaciones de las mujeres, que nos alojaron en su casa, respecto a los refugios.

Cuando salimos a la calle, aunque era de noche, ya la luz había quedado cortada por la acción de los aviones. Podíamos ver infinidad de muertos esparcidos por la calzada, cuyos cuerpos presentaban amputaciones de sus miembros superiores e inferiores.

Abandonamos la ciudad y salimos hacia el norte de la misma, con la idea de buscar un sitio dónde poder pasar la noche. Salimos al campo y por un sendero allí existente, nos alejábamos de aquel cementerio que la ciudad de Almería era.

En medio de aquel tumulto, pudimos ver una entrada que a nosotros nos pareció una cueva y allí nos metimos hasta que vino el día. Aquella mañana cuando ya se iba viendo y distinguiendo lo que nos rodeaba, nos dimos cuenta de que nos habíamos introducido, en un almacén de yeso y el ambiente polvoriento había depositado sobre nuestros rostros una capa de éste, que causó la risa de todos los que nos contemplaban, risa que era la primera vez que se pudo observar desde hacía 9 días, que era el tiempo que habíamos empleado en recorrer los 218 km. que separaban a Málaga de Almería.

Para mí particularmente, fueron 288 los km. recorridos, pues como sabemos, yo partí de Gobantes, que está a 70 km. en sentido opuesto.

Aquella mañana del 15 de Febrero de 1937, salimos del almacén de yeso un poco deshumanizados, pues a pesar de la gran tragedia que nos rodeaba y debido a nuestra involuntaria caracterización de payasos, causábamos la hilaridad de nosotros mismos al vernos en aquella circunstancia.


Teníamos que coger el tren para Murcia, y por eso nos desplazábamos otra vez hacia el puerto, que dicho sea de paso, estaba junto a la estación de ferrocarriles. Llegamos a dicha estación, y ya había partido el primer tren con destino a Murcia. Ya no habría otro hasta la tarde y por esta razón estuvimos unas seis horas esperando, mientras tanto, como la vida tiene que seguir, nuestros estómagos necesitaban nutrirse de algo, y ese algo sería un guiso de arroz que era para lo que nos quedaba un poco; pero como en estas circunstancias todo son inconvenientes, el aceite que necesitábamos para cocinar el arroz no estaba a nuestro alcance. Yo me ofrecí para ir a buscarlo, cogí un vaso creyendo que pronto lo hallaría, pero no fue así, ya que el aceite se despachaba solamente en las tiendas dónde vendían pan y había grandes "colas" para adquirirlo. Hallábame en la "cola", cuando en el cielo apareció un avión muy altísimo, que estaba siendo cañoneado por los barcos de guerra republicanos, cuyos proyectiles formaban un cinturón de volutas de humo alrededor del mismo. Las gentes no muy conformes con aquella circunstancia, optaron por abandonar la "cola" y así pude adquirir un poco de pan y aceite con bastante rapidez.

Caminando, siempre caminando, regresé a donde había dejado a mi familia, para entregarle el aceite conseguido, cuando me encontré con que los míos no estaban allí. Cansado de llevar el vaso en la mano, bebí un poco de aceite y tiré el vaso con el resto del contenido a un terraplén. Minutos después apareció mi hermano José dándome voces desde un lugar próximo al que yo los había dejado. Reunidos todos de nuevo, me preguntaron dónde había estado tanto tiempo, yo les expliqué todo lo que había sucedido, al mismo tiempo que ellos me explicaban el por qué habían escogido aquel otro lugar, y era porque el viento soplaba muy fuerte y tenían que resguardarse de él para poder encender el fuego, fuego que serviría para cocinar el arroz, pero con un poco de morcilla y no con el dichoso aceite, morcilla que no puedo decir cómo llegó a manos de ellos.

El tren que a nosotros nos llevaría a Murcia, estaba formado por vagones de mercancías. Los refugiados íbamos llenando aquellas unidades al máximo, para de esta forma aprovechar la capacidad de los mismos y así trasladar la mayor cantidad de personas. El tren se puso en marcha con dificultad debido al enorme tonelaje humano que portaba, y avanzaba lentamente resoplando como si con ello quisiera hacer una protesta por la poca consideración que con él se tenía.

En la estación de Lorca (Murcia) el tren se detuvo unas horas para que los refugiados descansáramos y estiráramos las piernas, que por la aglomeración de viajeros, estaban entumecidas.

En este pueblo murciano vi por primera vez un acto de solidaridad, si exceptuamos el de las mujeres que en Almería nos ofrecieron su vivienda, una gran concentración de personas se encontraban en la estación para socorrernos; las mujeres agitaban los brazos ofreciéndonos gran cantidad de alimentos y golosinas para los niños, algunas de ellas portaban ollas con comida caliente:

—"Ahí tenéis hijos míos -decían- comed todo cuánto os plazca que ya todo lo malo lo habéis pasado”

La estación de Lorca era circunstancialmente un hormiguero humano, pues debido a la orden de reorganización de las tropas leales y a la riada de refugiados, que se habían concentrado en ella, más bien parecía, si se observaba desde larga distancia, una feria, porque si nos acercábamos a la muchedumbre y observábamos el rostro de los que de ella formaban parte, veríamos la tristeza reflejada en sus ojos por causas ya narradas y que no es necesario reiterarlas.

Al llamamiento que se hizo para lo reorganización de las tropas, acudieron miles de hombres que habían perdido el contacto con sus unidades en la desbandada de Málaga. Entre éstos se encontraba mi hermano (José), aquel que había sido mi compañero en la estación de Gobantes y durante los 9 días que duró nuestro éxodo hacia Almería.

La despedida de este hermano fue para mí una despedida triste, porque después de todo lo que habíamos sufrido había que separarse por cuestiones de guerra, y él tendría que volver a los frentes y yo continuar viaje hasta Murcia, que era el punto de nuestro destino.

El tren se puso en marcha, quedando en el andén los seres de los que nos íbamos alejando, con las lágrimas a duras penas contenidas por la emoción del acto solidario de que habíamos sido objeto por parte de los habitantes de aquel maravilloso pueblo murciano y por la ausencia forzada de nuestros soldados, cuyo destino era tan incierto en aquellos momentos. 

A medida que el tren avanzaba por las fértiles tierras murcianas, nosotros los refugiados, íbamos comentando la solidaridad de aquella buena gente, con respecto a los que habíamos convivido con ellos las horas que el convoy permaneció en su ciudad.

El día 20 de Febrero de 1937 llegamos a Murcia; en esta capital tuvimos el mismo recibimiento que hablamos tenido en Lorca. Muchas personas, que habían ido a la estación para recibirnos, nos ofrecieron comida en sus casas y se brindaron a quedarse con los niños que presentaban evidentes muestras de desnutrición, por la absoluta carencia de alimentos lácteos durante la odisea de  Málaga a Almería, de la que tan tristes recuerdos tenemos los que la vivimos. Muchas fueron las personas que nos ofrecieron trabajo en sus huertas para que saliéramos pronto de la situación desesperada en la que nos hallábamos.

La primera señal que tuvimos de que aún teníamos unos gobernantes, fue cuando se nos habilitó unas casas de refugiados para alojarnos en ellas. Estas casas-refugios sirvieron para estabilizarnos y rehacernos de los quebrantos padecidos.

A mi familia nos tocó vivir en una casa refugio, llamada Carlos Marx, situada en la calle San Nicolás nº 15. Otros irían a las denominadas Pablo Iglesias, Durruti y Ascaso. Las autoridades nos facilitaron colchones, mantas y comida caliente por tiempo indefinido.

Refugiados en Almería

Había, transcurrido el tiempo y ya conocía yo perfectamente la periferia de la ciudad de Murcia, con su fértil valle del Segura, poblado por innumerables huertas, que pudieron dar trabajo a todo el que como yo estaba en situación de realizar labores agrícolas. Me coloqué en una de estas huertas y en los días libres me dedicaba a buscar al hermano pequeño, perdido en la carretera con mi cuñado. Recorrí todos los centros de niños perdidos por sus padres, pero por mucho que investigué todo resultó infructuoso al no hallar a nadie que pudiera noticiarme algo sobre él.

Aunque teníamos la seguridad de que mi madre y el recién nacido habían quedado en Campillos, no perdimos las esperanzas de saber algo de ellos.

Cuando cumplí los 17 años, dejé el trabajo que realizaba en la huerta para ocupar un puesto en un almacén de abastecimiento de comestibles que los cuáqueros habían enviado para ayudar a nuestro gobierno. En este almacén se trabajaba muchísimo, pero lo hacía a gusto porque todo estaba relacionado con la lucha que el pueblo estaba librando contra el fascismo.

Muchas veces iba yo de ayudante de camionero para cargar la mercancía depositada en el puerto de Cartagena. Una vez llegamos de noche a Cartagena, y nos sorprendió la aviación enemiga, que vino a bombardear la ciudad; el camión que nosotros llevábamos para retirar la mercancía, fue alcanzado por la metralla, quedando seriamente dañado.

Cuando el camión fue reparado y las consecuencias del bombardeo no tuvo más trascendencia para nosotros que la experiencia vivida, volvimos a reanudar el trabajo interrumpido en el almacén. Así transcurría el tiempo hasta que una nueva circunstancia intranquilizó mi espíritu juvenil.

La movilización de los jóvenes de 18 años, afectó a mi hermano Francisco. Este muchacho enfermó del pecho por las privaciones padecidas durante su niñez, y cuando fue movilizado para el ejército, pasó al servicio de retaguardia. Con este eran cuatro hermanos míos los que estaban en filas en el ejército republicano: José, Pedro, Juan y Francisco, que como hemos dicho antes, quedó en Servicios Auxiliares en Murcia.

Yo pensaba que muy pronto también sería movilizado, pero mi padre se oponía a ello, por los mismos motivos que se opuso cuando estábamos en el pueblo de Alora: por ser muy joven, tener cuatro hijos en la guerra y tres miembros de la familia desaparecidos.

El año 1938 movilizaron a mi quinta, por una parte me congratulé del llamamiento, por otra estaba preocupado porque me daba mucha pena abandonar a mi padre, del que tenía tan gratos recuerdos en mi infancia, a pesar de las vicisitudes. Yo me hubiera ido al frente mucho antes, pero el amor filial era tan grande, que no era capaz de tomar aquella decisión que causaría a mi padre un sufrimiento más.

Transcurría el año 1938 cuando el gobierno hizo un llamamiento para voluntarios, que quisieran ir a trabajar a la provincia de Toledo en la construcción de una vía férrea en el término de Villacañas, que según decían los mandos sería de una gran utilidad para el desarrollo de las operaciones militares del sector de Madrid.

El énfasis puesto por las autoridades para hacer ver la necesidad de aquellos trabajos fue lo que me hizo acudir a la oficina de alistamiento voluntario y efectuar mi inscripción. La expedición la componíamos jóvenes menores de 18 años, ya que como sabemos, los que tenían más edad habían sido reclutados de forma obligatoria para ir a los frentes.

Al igual que ocurriera en Lorca con la despedida de nuestros soldados, ocurrió en la estación de Murcia con nuestros familiares; abrazos, lágrimas y recomendaciones a nuestra inexperiencia.

Cuando salimos de esta ciudad era en invierno y como en esta zona mediterránea la climatología es muy benigna, al igual que lo es la de la provincia de Málaga; las recomendaciones que nos hicieron con respecto al cambio climatológico que experimentaríamos, nos sirvieron solamente para tener un conocimiento anticipado de lo que sería nuestra estancia en Villacañas.

Se oyó el silbato del tren que nos transportaba y alguien gritó: -"¡Alcázar de San Juan!".

Nos apeamos del convoy y aquello era sencillamente insoportable, un frío intensísimo penetraba en nuestros huesos, una nevada que cubría todo el campo, un viento helado que nos hacía temblar y castañetear los dientes, fue el primer contacto que tuvimos con nuestro nuevo destino.

La expedición la componíamos unos 200 muchachos, que a pesar de tener una edad tan propicia para tomarlo todo a broma, ninguno se encontraba con ánimo para propiciarlas en condiciones tan adversas como las que nosotros estábamos soportando.

Los responsables de la expedición nos llevaron a comer a una fonda. Aquí nos pusieron de comer unos garbanzos con bacalao, un trozo de pan y un jarrito de vino; todo esto nos costó 2,50 a cada uno.

Después de haber llenado nuestros estómagos, el optimismo parecía renacer en nuestro decaído ánimo, nos montamos de nuevo en el tren y continuamos hacia Villacañas.

A la llegada a este pueblo nos esperaban varios camiones para trasladarnos al lugar de trabajo. Este lugar había sido habilitado para que nos sirviera de campamento y constaba de varios barracones construidos principalmente con chapas de uralita, y sus dimensiones resultaban bastante amplias. Fue para nosotros una sorpresa el ver las colgaduras de hielo pender de los canales de las uralitas, ya que nuestra condición de andaluces nos hacía sorprendernos ante semejante espectáculo.

El piso de los barracones estaba aislado del suelo por una tarima, con el objeto de evitar la humedad y el frío, que tan nefastos resultaban para nosotros que veníamos de la costa y no estábamos acostumbrados a estas bajas temperaturas.

Mientras todo esto acontecía, la situación política y militar iba empeorando de una manera alarmante. El ejército republicano se defendía heroicamente en todos los frentes ante la ofensiva internacional fascista. Ya se vio claramente que Alemania, Italia, Marruecos, Inglaterra y Francia estaban contribuyendo con todos sus medios para derrotar al gobierno del heroico pueblo español. Inglaterra y Francia no intervinieron militarmente, pero sí hicieron un enorme daño a la causa legalmente establecida por el pueblo, con el "cuento” de la no intervención que efectivamente sólo afectó al gobierno republicano y no a los traidores que sé habían sublevado contra él. Ahora pesa sobre la conciencia, de estos pueblos las catastróficas consecuencias de que fue víctima nuestra España.

Me duele el corazón al narrar estos acontecimientos, y como supongo que al lector le sucederá lo mismo, daremos un giro en nuestro trayecto narrativo y eludiremos la ofensiva del Ebro y el progresivo avance de los internacionales fascistas.

Una indisposición repentina fue la causa por la cual fui ingresado en una clínica de Santa Cruz de la Zarza (Toledo). Esta indisposición, resultó ser una pulmonía que estuvo a punto de llevarme al otro mundo, como vulgarmente se dice.

El trabajo había quedado suspendido y yo fui dado de alta en la clínica para volver a Murcia con los míos. Los hallé bien, pero preocupados por las noticias que llegaban de los frentes.

La sublevación del coronel Casado el 5 de Marzo de 1939, agravó la situación en todos los frentes; la Junta Militar de Casado rompió con el gobierno de Negrín y su repercusión trajo unos consecuentes combates en la retaguardia y un golpe mortal para la República.

Coronel Casado

Cuando los ejércitos fascistas llegaron a las ciudades ya estaban todas controladas por los fascistas de la retaguardia.

Los falanges, los guardias civiles y grupos de ciudadanos se veían por las calles vociferando atroces venganzas contra los vencidos, los camiones cargados de pan recorrían las calles de las ciudades lanzando los bollos a los balcones para que el vecindario se fuera haciendo a la idea de que la terminación de la guerra traería consigo una paz duradera para todos los españoles. Nada más lejos de la realidad, pues pronto sacaron las garras que tanto tiempo tuvieron ocultas para clavarlas con sadismo en los que habían sido derrotados.

La: amargura que aquella situación depositaba en nuestros pechos es inenarrable. Recuerdo que uno de estos días de Abril de 1939, salí a la calle para buscar pan, cosa que no me fue posible hallar, a pesar de haber sido lanzado con profusión el día anterior. Cuando volvía sin él, di de cara con una formación de falangistas portando una bandera, que para mí era la primera vez que la veía. Era la clásica bandera de la Falange, testigo de tantos y tantos crímenes durante la posguerra.

Iba yo caminando por la acera opuesta al núcleo principal de aquella formación, cuando sin que yo me lo esperara recibí variáis bofetadas. Yo ignoraba el motivo por el cual había sido agredido; luego resultó que yo no había saludado a la bandera con el brazo en alto y la mano extendida.

Ya se palpaba en el ambiente lo que iba a suceder, la represión iba a ser terrible, como puede atestiguar la historia.

Después de este desagradable incidente, mi imaginación empezó a trabajar a marcha forzada y cuando conté lo sucedido a un grupo de paisanos que casualmente hallé, estos me dijeron: -"Muchacho, no hay quien nos salve de esta gentuza."

Empezamos a hacer planes para salir del país, pero ya era demasiado tarde para intentarlo. Se había rumoreado que por Alicante era posible huir, pero todos los que llegaban de esta ciudad coincidían en lo mismo, que aquello de los barcos preparados para evacuar a la población civil, era una maniobra del coronel Casado, y que no existían tales barcos.

Uno de mis interlocutores me informó de que algunos de nuestros camaradas se habían suicidado con sus propias armas antes que el enemigo se las arrebatara, y que él también lo haría a la mañana siguiente.

Para mí fue un mazazo que jamás en mi vida podré olvidar, la serenidad de su semblante, el aplomo con que me comunicó tan drástica resolución, más los conocimientos que yo tenía de su abnegada lucha por la libertad en nuestro pueblo, me hicieron comprender que aquel leal camarada no quería caer en manos de aquellos verdugos. Este hombre contaría unos 40 años de edad, estaba casado y tenía 5 hijos, y su esposa había caído en la huida de Málaga, víctima de las bombas fascistas y cuando se encontraba en un estado de gestación avanzadísimo. 

Yo trate de persuadirle de aquel propósito, proponiéndole echarnos a la sierra y buscar la salida por las fronteras del Pirineo, y que no hiciera tal cosa, porque así lo iba a dar una satisfacción muy grande a los fascistas del pueblo. Él me contestó que como les daría una gran satisfacción sería entregándose a ellos. Comprendí una vez más que tenía razón y me resigné a lo que el destino decidiera.

Aquel hombre me decía que yo no tenía ninguna responsabilidad, mientras que él sí las tenía porque había mantenido una lucha constante con los caciques de nuestro pueblo, quienes no le perdonarían jamás, pues ya sabemos todos de lo que aquellos eran capaces.

Estábamos enfrascados en aquel diálogo y volvió a sorprenderme otra vez cuando me dijo:

—"¡Manolillo! -siempre me nombraba familiarmente- vamos a ir al refugio de Carlos Marx, que quiero despedirme de tu padre, y de los demás"

A mí se me hizo un nudo en el pecho que deseaba poder llorar para desahogarme, pero esto me era prácticamente imposible, porque los muchos padecimientos que había soportado me habían inmunizado contra esta sensación de pesar que generalmente se exterioriza en circunstancias adversas.

Fuimos a casa y la escena quedaría gravada en su pecho para recordar algún ser querido. Al día siguiente nos llegó la triste noticia de que el camarada Galindo se había suicidado disparándose un tiro en la sien.

Los periódicos publicaban con grandes caracteres la terminación de la guerra; la radio advertía que todo el que no se hubiera manchado las manos en sangre no tenía nada que temer y posteriormente a esta falsa campaña nos comunicaron que todos teníamos que volver a nuestros pueblos provistos de un salvoconducto directo al punto de destino.

Mi padre ante la imposibilidad de permanecer en aquel lugar (Murcia), optó por sacar el salvoconducto, cayendo en la trampa tendida, por lo que las personas que tuvieran las manos limpias de sangre podían volver. Como él consideraba que se hallaba en esta circunstancia decidió regresar al pueblo, con la esperanza de encontrar en él a nuestra madre y hermanos, caídos prisioneros al principio de la contienda y de los que hacía tres años que no teníamos noticias de ellos.

Un tren de mercancías destinado al ganado era lo que nos tenían preparado para trasladarnos de los refugios a nuestros respectivos pueblos, ya que aquella inmensa masa humana teníamos distintas procedencias. Nos fueron hacinando en el interior de aquellos inmundos habitáculos, que eran los vagones ganaderos que los vencedores nos habían asignado para volver cada uno a su punto de origen.

Los miles y miles de personas que habían introducido aquellos crueles enemigos en un tren, cuyo destino era el transporte del ganado, hizo que la distancia que habíamos de cubrir nos recordaba la tragedia de la huida de Málaga.

Las necesidades fisiológicas que necesariamente había que realizar resultaban auténticos ataques a la dignidad de las personas, que saltándose de una forma indecorosa la más elemental regla de convivencia humana, veíanse obligadas por razones obvias, a realizar públicamente las perentorias necesidades fisiológicas que antes hemos aludido.

Mientras tanto, el tren avanzaba cansinamente por las fértiles huertas murcianas, como la naturaleza tiene un ciclo perfectamente definido, presentaba para el transeúnte un aspecto maravilloso, al coincidir nuestro paso por aquel lugar, con el punto álgido de la primavera. El contraste panorámico con la vivencia en nuestro medio de locomoción era evidente.

Los semblantes de los viajeros eran poemas de presagios funestos, y a medida que nos íbamos internando en la zona que habla estado ocupada por los fascistas, veíamos la gran tragedia reflejada en los rostros de los que quedaron cortados en la llamada "zona nacional", ¿qué era lo que había sucedido en aquellos 3 años vividos con el fascismo? Todos los ciudadanos que pululaban por los pueblos que cruzábamos iban enlutados y esto era muy significativo, si tenemos en cuenta las noticias filtradas desde que salimos de Málaga, con respecto a los crímenes cometidos por los fascistas en su zona.

Cuando llegamos a Granada, el tren quedó casi vacío al descender en esta ciudad una inmensa mayoría de las personas que transportaba y que desde aquí irradió para todo el contorno.

Reanudábamos la marcha hacia Bobadilla llevando en nuestra mente la zozobra de la arribada a nuestro miserable pueblo.

A medida que nos íbamos aproximando a la estación de Gobantes (aquel lugar en el que yo contribuí haciendo trincheras y en el que no me permitieron ingresar en el ejército por ser menor de edad) que era nuestro destino, según podía leerse en el salvoconducto que mi padre sacó en Murcia.

Al llegar a Gobantes y observar los lugares conocidos, sentíamos una extraña sensación en nuestro ser, que parecía estar motivada por la llamada de un sexto sentido avisándonos de algo trágico que se cernía en el ambiente que nos rodeaba.

Antigua estación de Gobantes



Iglesia de Gobantes

El tren se detuvo unos instantes y nosotros precipitadamente arrojábamos desde el vagón nuestras pertenencias. Fue tan breve la parada que hizo el tren, que a mi padre no le dio tiempo de apearse del mismo y hubo de continuar hasta la próxima estación que era El Chorro.

Yo estaba tan nervioso, que les grité airadamente a los responsables de aquella acción, recibiendo por esto motivo varias bofetadas de la Guardia Civil, que controlaba la llegada de todos los que iban regresando de la zona republicana, diciéndome al mismo tiempo que yo ya no estaba con los "rojos", y que en cualquier momento podían vaciar sobre mí los cargadores de sus pistolas.

Como ya dije, mi padre continuó en el tren y los guardias de Gobantes llamaron rápidamente al Chorro para que lo detuvieran y lo trasladaran de inmediato hasta allí.

Mientras esperábamos el regreso de mi padre, mi hermana comenzó a insultar a todos, siendo por esta causa severamente agredida. Yo trate de hacer comprender a aquellos energúmenos, que aquella mujer estaba perturbada. Uno de ellos dirigiéndose a mí, me dijo:

—"Ustedes estáis todos mal de la cabeza, pero os la vamos a poner bien."

Sometidos a un minucioso registro, robaron de nuestro equipaje 7.500 pesetas que mi padre había ahorrado de lo que mis hermanos habían girado desde los frentes y que eran consideradas por los fascistas valederas en su zona. También, nos robaron 5 kilos de café en grano, 2 relojes y unas navajas que yo adquirí en Albacete.

Este pequeño botín, que nos había sido arrebatado por los facciosos, ya nunca más lo recuperaríamos a pesar de que nos prometieron su devolución, pero como no se podía reclamar nada y podíamos ser torturados, optamos por darlo por perdido, si queríamos conservar otra cosa de mucho más valor como era la vida.

Entre tanto, mi padre fue devuelto desde El Chorro a Gobantes, y al bajar del tren nos esposaron a todos y nombraron a una pareja de falangistas, para trasladarnos a nuestro pueblo natal al que regresábamos después de 3 años de ausencia.

Los 6 kilómetros que separan la estación de Gobantes de Peñarrubia los haríamos a pie. Uno de aquellos mandos dijo a los falangistas que nos iban a custodiar:

—"Podéis hacer lo que queráis con ellos."

Al llegar a un sitio donde habían sido fusilados hombres de derecha al iniciarse el movimiento, nos pararon y dijeron:

—"Aquí, matasteis a 9 personas de orden."

Nosotros sabíamos que aquellas personas no eran de aquel pueblo, por lo tanto, nadie de aquí podía ser responsabilizado de la matanza que allí se produjo en 1936.

Se refiere a las nueve personas que asesinaron el 2 de agosto de 1936. Entre los milicianos que cometieron el crimen, estaban sus hermanos Pedro y Juan Rivas.

Al entrar en el pueblo, observamos que un guardia civil conducía a un hombre hacia el cuartel, éste hombre al vernos nos reconoció y volvió la cabeza para saludarnos, ya que como he dicho anteriormente, habíamos estado ausente 3 años; el guardia le asestó un terrorífico culetazo, con su pistola, en la cara que le dejó el rostro destrozado.

Aquel acto criminal que nosotros habíamos presenciado, nos predispuso para aguantar todo lo que el destino nos tuviera reservado.

Nuestra conducción terminó en el Cuartel de la Guardia Civil, allí fuimos liberados de las esposas y sometidos a un minucioso interrogatorio; el primero fue mi padre, en el momento en que preguntaban si había hecho esto o aquello, mi hermano (Rafael), el que se había quedado perdido en Nerja, irrumpió en el despacho colgándose del cuello de mi padre, que lloró de emoción. El comandante de puesto se levantó violentamente, de la silla que ocupaba, para propinar al pequeño una patada que lo arrojó a la calle. Mi padre recriminó aquel brutal comportamiento recibiendo a su vez la recriminación, en el sentido de que los "rojos” no tenían derecho a ver a sus hijos.

Mi padre quedó detenido por haber hecho guardia en la puerta del Ayuntamiento y porque podía haber salvado a uno de la muerte, si él se hubiera opuesto a tal pretensión.

Seguidamente interrogaron a mi hermana acusándola de haberse casado en Alora por lo civil y no por la iglesia, su marido estaba preso en Málaga por el mismo motivo, quedando detenida también.

Igualmente fue interrogado mi hermano mayor (Francisco), el que estaba enfermo, éste fue acusado de haber portado las banderas por las calles del pueblo, quedando así también detenido.

Después me interrogaron a mí y se me acusaba de haber molestado a la señora (Encarnación) Giles, cuando  participaba yo en una de las manifestaciones del 1º de Mayo. También quedé detenido, pasando a la cárcel del pueblo, junto con mi padre y  hermanos.

En la habitación en que fuimos encerrados, ya había unos 20 detenidos de los que iban llegando de la zona republicana.

Al entrar en esta habitación llena de prisioneros, di las buenas tardes, todos permanecieron mudos, sentados en el suelo sin exteriorizar ni la más mínima expresión de afecto hacia mí, que hacía 3 años que no los veía. Yo pregunté:

—"¿Qué es lo que pasa?"

Uno de ellos me contestó:

—"Ya te enterarás"

Efectivamente, quedé enterado de lo que estaba sucediendo, al reparar en los cuerpos de aquellos hombres, que yacían en el suelo boca abajo, para evitar el contacto de sus espaldas flageladas con las paredes de aquella habitación, que les servía de prisión.

En un rincón, liado en una manta, que una hermana suya le había introducido en la cárcel, cuando estaba de guardia una persona sensata y comprensible, se hallaba un joven prisionero, que era el más afectado de todos los torturados; los ojos los tenía ensangrentados, el cuerpo le sangraba por todas partes, los testículos los tenía desechos de las patadas que le habían dado y pedía a gritos que lo mataran de una vez. Los esbirros a los que iban destinadas estas súplicas, decían que no había prisa por matarlo y que si lo hacían lo iban a hacer un favor, favor que ellos no estaban dispuestos a otorgar.

Una noche pude observar los métodos que empleaban para la tortura. El cuerpo de aquel muchacho semejaba más a un cadáver que a un ser animado.

Serían aproximadamente las 2 de la madrugada, cuando dos individuos, Diego Fontalba Fontalba y Rafael Giles Fontalba, vestidos de negro, penetraron en el apartamento en que nos encontrábamos, para llevarse al joven revolucionario Miguel Barroso Torres. Este debido a los muchos sufrimientos soportados, había dejado de alimentarse y por esto motivo no podía levantarse del suelo por sí solo, la fiebre había invadido su cuerpo y ya era un cuerpo muerto. Sus dos verdugos intentaron llevárselo en brazos y al no poder con aquella figura inerte, lo arrojaron otra vez al suelo y asiéndolo cada uno de ellos por una pierna, lo sacaron, arrastrándolo escaleras abajo, dando golpes con su cabeza en cada uno de los peldaños que iban descendiendo.

Una vez llegado al final de aquella escalera, lo metieron en su cuartelillo y desde el lugar que nosotros ocupábamos, podíamos oír perfectamente los golpes y quejidos procedentes del local al que aquellos criminales habían "transportado" a su víctima.

Transcurrieron unas horas y después de reanimarlo, aquel hombre fue obligado a subir las escaleras y como se encontraba tan debilitado hubo de hacerlo a gatas, sin que nadie le ayudara a subir.

Cuando llegó al departamento, que teníamos como prisión, nos dirigió una mirada, que después de tantísimos años de haber sucedido, aun sigue gravada en mi mente y seguirá a lo largo de mi vida.

Aquel compañero, en gesto de desesperación arrojó la camisa violentamente sobre la pared de la habitación, quedando sellada con sangre, huella de aquel inmolado joven luchador de la libertad, que fue fusilado al fin el 9 de Diciembre de 1939, como el deseó para librarse del suplicio.

En este mismo lugar y en las condiciones que he narrado, recibimos la triste noticia de que mi madre, Carmen Trujillo González, había sido también asesinada el día 1 de Mayo de 1937, al poco tiempo de caer en manos de los fascistas. Según las versiones que nos daban, el niño que había dado a luz lo llevaba en los brazos cuando era conducida al paredón. Este fue recogido por María García Borrego, matrona que había atendido a mi madre en el parto.

El nombre de la matrona era Francisca Borrego Gutiérrez, como ya dije en la Crónica anterior

Esta matrona, que junto con mi madre realizaban casi la totalidad de las intervenciones profesionales de todos los casos que se produjeran y por esta causa, el médico, llamado Jacobo (Lanzas), se vio marginado en estos menesteres, por lo que las denunció con falsedades que costó la vida a mi madre y la cárcel a su compañera.

Francisca Borrego Gutiérrez

La matrona se llevó al niño a su casa para que no quedara abandonado. Ella lo bautizó con el nombre de Domingo Salvador. Como he mencionado anteriormente, esta buena mujer, fue también encarcelada por orden del galeno, dejando al pequeño con los suyos, que incuestionablemente no podrían sobrevivir en aquellas condiciones, por ser menores y estar el padre imposibilitado físicamente para poderlos mantener, ya que solamente ella era la que aportaba con su trabajo los medios económicos para subsistir.

En aquellos tiempos nadie quería comprometerse por tratar de ayudar a un semejante, nadie podía solidarizarse con un condenado, al menos que estuviera dispuesto a ser condenado, ya que aquellos momentos eran trágicamente vividos por el pueblo al contemplar los asesinatos en masa de sus conciudadanos.

El niño Domingo Salvador Rivas Trujillo fue sacado de la casa de la matrona para ser internado en el Hospicio de Málaga, donde quedó a merced de lo que quisieran hacer con él.

Cuando esta señora salió en libertad, fue a visitar al niño para ver si podía llevárselo a su casa; le llevaba golosinas y veía que estaba bien. Al hacer gestiones para que le dieran al niño, los responsables del centro de orfandad pusieron impedimentos, por considerar que el niño no era suyo y además tenían que consultarlo con la Madre Superiora.

Ella intentó ponerse en contacto con quien tuviera autoridad para resolver el problema, pero no lo consiguió y le decían: -"Venga usted mañana, venga otro día..."

Por fin logró entrevistarse con las monjas y estas le dijeron:

—"Espere un momento... Señora, el niño que usted busca falleció el día 5 de Mayo de 1938 de meningitis aguda."

La respuesta que le habían dado, cerraba toda posibilidad de diálogo. De nada valdría el argumento convincente que ella expuso, es decir, haber visto al niño el día anterior por mediación de una de las monjas, que había accedido a sus ruegos y suplicas.

Volviendo a las vivencias padecidas en la prisión del pueblo, en la que fue inmolado aquel joven, cabe mencionar, que a medida que los refugiados iban llegando, iban siendo detenidos y encarcelados en aquel local inmundo, donde éramos apiñados unos sobre otros, hasta el punto de que los guardianes no podían hacer recuento, el que habitualmente hacían de los prisioneros.

Debido a lo reducido del local, pronto la atmósfera quedó viciada e irrespirable.

Las condiciones higiénicas eran insoportables, la única ventana existente la cerraban por motivos de seguridad, según ellos.

Hasta qué punto no sería insoportable aquella situación, que un día decidimos gritar en protesta, sabiendo a lo que nos exponíamos con aquella actitud.

Estábamos inmersos en nuestros pensamientos, cuando observamos que un camión se detuvo delante de nuestra improvisada prisión; nuestras mentes trabajaron al ritmo que las circunstancias exigían, para hallar el motivo por el que aquel vehículo había hecho acto de presencia. Se oyó los pisadas de botas escaleras arriba, abriéndose la puerta de nuestra prisión. Uno de los que componían aquel grupo traía una lista en la mano; el silencio fue absoluto en aquel momento, fueron nombrando a los presos y esposándolos de dos en dos, los bajaban a la calle y los subían al camión por una silla que pusieron en su parte trasera. Entre los expedicionarios se hallaban mi padre y mi hermano (Francisco), aquel que se encontraba enfermo. No sabíamos cual sería el destino de estos presos y esto nos tenía enormemente preocupados, porque sabíamos poco más o menos lo que iba a suceder, pero pronto nos enteramos que los habían llevado a la cárcel de Campillos, aquel célebre escenario de matanzas de carabineros y voluntarios leales al gobierno republicano y donde aquel médico, denunció a dos mujeres por hacerle la competencia en sus menesteres profesionales.

Al recibir aquella noticia quedamos un poco más tranquilos, pues nosotros teníamos que los hubieran fusilado.

De los cuatro que habíamos ingresado en prisión, sólo quedábamos dos, ya que mi padre y mi hermano seguían presos, pero en Campillos. Mi hermana estaba abajo con las mujeres presas y yo arriba con los hombres. El haber que nos daban (una peseta) se lo mandábamos a nuestra madrina, es decir, a la que nos había bautizado a todos, que sea de paso, también le fusilaron dos hijos jóvenes cuando los "nacionales" ocuparon Peñarrubia el día 15 de Septiembre de 1936. Ella nos mandaba lo que podía, que como es de suponer no era mucho. Por su humana colaboración con nosotros fue detenida y encarcelada en Campillos, donde más tarde falleció.

Como carecíamos de los servicios más elementales, las necesidades las hacíamos en un pozo ciego, que nos servía de letrina; el agua potable había que traerla del río Teba, que pasa a una distancia de 300 metros del pueblo. Y todo esto con una escolta armada y en actitud desafiante.

Todos los días nombraban a dos para ir al río a por agua, como mencioné anteriormente. Nos daban un cántaro a cada uno y como había que atravesar forzosamente la plaza del pueblo y ser objeto de impublicables insultos, nadie quería ir a por aquella agua, para no ser humillados por los facinerosos enemigos.

Un día me sacaron a mí para que acompañado por otro hombre, ya mayor, fuéramos a traer agua. Caminábamos por la calle y la gente nos atisbaban por las rendijas de las puertas y ventanas, sin atreverse nadie a saludar a los presos por tenor a ser tachado de "rojo", que era en aquellos momentos tanto como firmar una condena.

Al pasar por la puerta de una prima, ésta salió en busca mía y me ofreció un vaso de leche y un poco de pan frito. En aquel momento, el escolta que nos vigilaba, Francisco Giles, le dio un empujón que la hizo caer al suelo, al mismo tiempo que la amenazaba con su arma diciéndole, que los rojos no tenían derecho a comer.

Cuando regresábamos con los cántaros al hombro, el escolta llevaba una mano metida en el bolsillo del pantalón y como pasábamos a la altura de un comandante del ejército, éste nos paró y después de amonestar al guardián por llevar una mano metida en un bolsillo, nos echó un discurso que duró unos cinco o seis minutos. Dirigiéndose a nosotros nos dijo:

—"Ustedes son todos unos asesinos, "rojos", y no tienen derecho a vivir, así es que seguir adelante que ya os ajustaremos las cuentas."

A los ocho meses de estar privado de libertad, careciendo de lo más elemental para la subsistencia, me llevaron al cuartel de la Guardia Civil para prestar declaración ante el comandante de puesto. Yo me había trazado ya una línea con respecto a lo que tenía que hacer en el interrogatorio: hablar poco y no acusar a nadie. Pues otros después de hablar mucho y acusar hasta a sus mismos deudos, fueron fusilados, sin que les valiera para nada la colaboración prestada a sus verdugos.

Lo primero que me preguntó el comandante de puesto fue que donde se encontraban mis tres hermanos mayores, a lo que le contesté que nada sabía de ellos. Este se levantó como impulsado por un resorte blandiendo una fusta, golpeándome con la misma de una manera despiadada al mismo tiempo que me mostraba un escrito en el que expresaba la relación que con ellos había tenido durante la guerra. No obstante me mantuve en mi propósito de no delatar y no lo hice, vanagloriándose hoy de no haber contribuido a la perdición de nadie, ni de deudos, ni de ningún otro compañero.

Continuó el interrogatorio y me preguntó una cosa absolutamente estúpida por parte del comandante de puesto:

—"¿Has intervenido, en las matanzas que se hicieron en 1936 o sabes de alguien que lo hubiera hecho?”

A lo que le contesté:

—" No me haga estas preguntas, puesto que yo era un niño y nada sé de aquello."

Terminada mi declaración me devolvieron otra vez a la cárcel, donde mis compañeros esperaban impacientes un relato de lo que había acontecido en el cuartel y para saber si me habían torturado como hacían frecuentemente con otros. Relaté lo sucedido y les mostré las huellas que la fusta de aquel malvado había dejado plasmadas sobre mi cuerpo.

Días más tarde, me volvieron a llevar al cuartel, ignorando por completo, que era lo que querían este vez. Cuando estuve en presencia del comandante, éste me dijo:

—“¡Bueno! como no tenemos una denuncia concreta en contra tuya, por ahora te voy a poner en libertad provisional, aunque yo sé, que tú no me has dicho la verdad con respecto a tus hermanos."

Al verme libre, le dije si podía despedirme de mi hermana y de todos los que continuaban presos. El me contestó, que él no tena autoridad para eso, ya que era la guardia de la cárcel la que podía o no autorizarme para saludar en forma de despedida a mis compañeros y a mi hermana. Fui hasta allí y pregunté si podía ver a los demás; la respuesta fue rotunda, "no se podía ver a nadie y que ahora éramos todos unos santos".

Me encaminé hacia la casa que mis padres habían construido en su juventud y la hallé convertida en un pajar; pajar que uno de los vencedores utilizaba para el almacenamiento de esta materia alimenticia para el ganado.

Las perspectivas que se me presentaban eran francamente sombrías: sin familia, sin ayuda de nadie por temor a represalias y porque nadie de los nuestros podía mantener a otra persona con los medios de que disponían.

Las casas de aquel pueblo estaban sin puertas, ni ventanas, excepto las que ellos utilizaban para almacenaje de útiles de labranza o granero.

A medida que íbamos saliendo de las cárceles, nos íbamos haciendo cargo de las viviendas abandonadas cuando los fascistas ocuparon estos pueblos el 15 de Septiembre de 1936. Los que quedaron en el pueblo se hicieron dueños absolutos de todo, bien al fusilar a su legítimo dueño o bien porque estos estaban en las cárceles.

Aquel pueblo presentaba un aspecto desolador, una parte de sus moradores estaban aterrorizados por el horror de la masacre, que sobre sus deudos habían llevado a cabo los caciques, que en su día amenazas harían.

Como yo estaba recién salido de la prisión, las gentes tenían miedo a dirigirme la palabra, porque consideraban que podían correr un riesgo si así lo hacían.

Por fin me puse en contacto con una prima mía, que desafiando los prejuicios me informó de todo cuanto yo deseaba conocer, al mismo tiempo que me ofrecía su casa para que pudiera organizar mi vida.

Ella misma me dijo que mi hermano (Antonio), el que se había perdido en la huida de Málaga, estaba en la casilla de Peones Camineros del Santocristo con otros parientes nuestros que lo habían recogido al regresar. También me dio a conocer, que mi hermano (Rafael) de 15 años estaba trabajando en lo que le salía para ayudar en lo que fuera posible.

He contó mi prima, que cuando ellos regresaron al pueblo, después de tratar de huir a la zona roja por la carretera de Almería, al igual que hicimos nosotros, les obsequiaron con vasos de aceite ricino y un pelado al cero para todos los que iban llegando, mujeres y hombres. Todo esto con gran regocijo de sus ruines anfitriones.

Cuando llegó la noche y al regresar mis hermanos, mi primo Antonio y Andrés, el marido de mi prima, nos abrazamos emocionados y estuvimos toda la noche contándonos los acontecimientos que unos y otros habíamos vivido en los 3 años que estuvimos separados por causa de la guerra.

A mí se me presentaba una perspectiva muy sombría, como he citado anteriormente, pues no me daban trabajo, por mi condición de ex presidiario y tenía seis miembros de mi familia en distintas cárceles españolas. Mi hermano (José), el que vivió conmigo la odisea de Gobantes a Almería estaba en un penal de Navarra, otro hermano había sido hecho prisionero en Madrid, otro en Guadalajara, mi padre y el hermano que estaba enfermo, en Campillos y mi hermana, que había sido trasladada, a la prisión de mujeres en Málaga.

Los dos menores y yo éramos los que estábamos "libres" y yo decidí actuar, convirtiéndome en cabeza de familia. Lo primero que hice fue recurrir a las autoridades para que me entregaran nuestra casa, para así poder dejar la de mi prima, en la que vivíamos desde que yo abandoné la cárcel y me reuní con mis hermanos menores.

Primero me entrevisté con el alcalde, y le dije que la casa era de mis padres y que yo la necesitaba, para tener donde poder cobijarnos mis hermanos y yo. El alcalde me dijo que la casa la habíamos abandonado y que no teníamos derecho a reclamar nada. Yo no ignoraba que habíamos perdido la guerra, también sabía que nos hallábamos en el punto álgido de las depuraciones franquistas y como algunos me recordaron, podía volver a la cárcel otra vez.

El dueño de la paja que había almacenada en mi casa, no era de aquel pueblo y cuando fui a hablar con él me dijo que la casa se la habían dado a él y que ademán él no tenía sitio donde meter la paja, que allí había almacenada.

Volví de nuevo a dialogar con el alcalde y le expuse la negativa que recibí del intruso y no me dio solución alguna, ya que según decía, no podía obligarlo a desocupar la casa.

Estábamos comentando lo peligroso que resultaba hacerse molesto, en aquellos momentos, si tenemos en cuenta que yo me encontraba en libertad provisional y que cualquiera que se quejara de mí, por mis exigencias, podía dar con mis huesos en prisión. Todo esto sucedía en el año 1939.

A pesar de todo lo anteriormente citado, yo continué reivindicando aquella casa, porque no podía cruzarme de brazos y seguir viviendo en casa ajena, teniendo yo la mía propia.

Las autoridades locales no me solucionaron este problema y tuve que recurrir a las autoridades de Campillos, que era la Cabeza de Partido de la comarca de Peñarrubia. En Campillos me atendieron con más razonamientos que en mi pueblo. Al decirme el juez que las cuentas estaban al día y que la casa aún estaba a nombre de mi padre, puesto que mi hermano pequeño había pagado la contribución atrasada por nuestra ausencia, por lo que teníamos derecho a ella. También me dijo aquel señor, que me pusiera en contacto con el que ocupaba la casa, y que diera un tiempo razonable para desalojarla sin causarle perjuicios. Así lo hicimos y al poco tiempo entregó la vivienda. Nosotros la acondicionamos lo mejor que pudimos y nos alojamos en ella.

Durante esto período, que he venido narrando, íbamos adentrándonos en los famosos años 40, en que una vez acabada la guerra hizo aparición el hambre y, las enfermedades, llevándose por delante a muchas personas que se alimentaban de hierbas y otras plantas comestibles que el campo proporcionaba.

Yo contaba ya 20 años de edad y no me resignaba a morir de hambre, ni a que lo hiciera algunos de los míos.

Cuando anochecía, salía con un saco liado a la cintura, para así disimular su presencia y me desplazaba a 8 o 9 kilómetros del pueblo para llenarlo de lo que encontrara en el campo; unas veces traía coles, otras veces batatas, habas, membrillos, granadas, patatas o lo que diera la época. Regresaba cansado de andar toda la noche cargado de comestibles; comestibles que distribuía entre los más necesitados, por no poder estos buscarse la vida como lo hacíamos los más jóvenes y arriesgados.

Los productos que la naturaleza nos proporcionaba pronto se vieron agotados por la gran demanda que la población hacía de los mismos. Las batatas y patatas eran los alimentos más preferidos por todos y por esta razón, eran los más difíciles de conseguir: Se dieron casos en que los caciques denunciaban en el Cuartel de la Guardia Civil las sustracciones de que eran objeto por parte de la población de los productos que ellos cultivaban.

—"Nuestros hijos también van a por habas y coles a los campos -les decían los guardias civiles- así que si ustedes no quieren que les sustraigan las batatas, habas, patatas y demás, póngale en cada planta un kilo de pan y ya verán como no les quitan las habas y demás frutos."

Yo estaba siempre como las hormigas acarreando, acarreando y acarreando. Cuando tenía cierta cantidad de alimentos, preparaba un gran paquete y se lo llevaba a mis familiares presos en Campillos, que dicho sea de paso, ya eran tres, puesto que el que estaba en Guadalajara (Juan) lo habían trasladado hasta allí. El paquete que yo preparaba siempre que reunía suficientes comestibles, me lo echaba al hombro y andando lo llevaba hasta Campillos, que distaba 11 kilómetros de mi pueblo como ya dijimos.

Cárcel de Campillos

Al mismo tiempo que todo esto sucedía íbamos conociendo detalles de cómo habían, transcurrido los 3 años, que nosotros habíamos estado ausentes de Peñarrubia. Las historias que se contaban eran horripilantes. Contaban aquellas personas que Encarnación "la de la Bailarina", así se la conocía que había bordado la bandera de los Pioneros con el martillo y la hoz, la habían pelado al cero, le habían dado de beber aceite de ricino y le pusieron un cartel en el cuello aludiendo al delito que había cometido al bordar la bandera. Esta joven estaba disminuida físicamente por una deformación de su columna vertebral, que había impedido su desarrollo normal y que por esta causa su estatura era de 1,20 metros aproximadamente. No conforme con las vejaciones de que ya la habían hecho objeto, la pusieron a barrer en las calles al mismo tiempo que sus verdugos hacían alardes de estar pasándolo bien.

Encarnación, exponiéndose a todo, se negó heroicamente a seguir siendo de diversión a los energúmenos fascistas. Una noche fue llevada junto con otras mujeres al cementerio, dónde fueron fusiladas. Encarnación no había fallecido por los disparos que sobre ellas hicieron y en el transcurso de la noche se había ido desplazando hasta la cancela del Camposanto, donde a la mañana siguiente se halló aferrada a la verja con las manos crispadas por su prolongada agonía.

Otro de los relatos que merece la pena exponer es el siguiente y tiene mucho que ver con el anterior, puesto que se trata de un hermano de Encarnación: Este hombre había huido hacia la sierra al terminarse la guerra (se llamaba Frasquito "el Bailarín") y se refugió en las montañas de Gobantes. Éstas montanas eran habitualmente frecuentadas por los leñadores de Peñarrubia y en particular por los que tenían hornos para cocer el pan, ya que en aquella época estos hornos eran calentados con leña y en los alrededores del pueblo no la había.

Frasquito "el Bailarín", era de  nombre Francisco Santos Rivas, y según el testimonio de los familiares en la Causa General 1058 Exp. 5, fue uno de los máximos responsables de los crímenes cometidos en Peñarrubia en las primeras semanas de la Guerra civil. Fue fusilado el 6 de diciembre de 1939. Tenía 29 años.

Cierto día, uno de aquellos leñadores notó que las viandas que llevaba le habían desaparecido del lugar dónde él las había dejado. Otro día le ocurrió otro tanto. El leñador al quedarse varios días sin comer, por la misteriosa desaparición de sus alimentos, optó por averiguar qué era lo que sucedía. Atisbó cuidadosamente y comprobó que se trataba del "Bailarín". Este no vio al leñador, quien no quiso hacerse ver, pero al regresar con la leña al pueblo, como tenía que pasar por la estación de Gobantes, denunció allí la presencia del fugitivo a los falangistas, que se encontraban esperando la llegada de refugiados de la zona roja, para detenerlos, al igual que poco antes habían hecho con todos nosotros.

Al conocer la autoridad la existencia de aquel fugitivo, se dispuso a capturarlo inmediatamente. Así fue sin que ofreciera la menor resistencia lo hicieron prisionero y lo condujeron hasta la citada estación.

Allí estaba yo casualmente, yo que había ido a llevar a mi madrina en una bestia, para que viajara hacia Antequera, por dedicarse ésta a llevar y traer artículos de los que el pueblo carecía. Como yo tenía que regresar a Peñarrubia y el preso también tenía que ser trasladado hasta allí, coincidimos en el desplazamiento y fuimos juntos. Dos falanges eran los encargados de llevar al preso. Los dos guardianes eran del pueblo; uno de ellos, Juan Galván Santos, era guardia jurado. El otro era uno de los caciques, que se había hecho falangista durante la guerra.

El preso había sido maniatado, pero a 1 kilómetro de la estación lo soltaron y lo hicieron subirse conmigo en la bestia. Los guardianes continuaron a pie, detrás de nosotros. La escolta empezó a dialogar con el preso diciéndole:

—"¡Mira!, si tú no te has manchado las manos en sangre, no tienes nada que temer".

—“Yo -contestaba él- no he matado a nadie, lo único que hice fue darle sepultura a varios de ellos."

—"¡Hombre! -continuaron ellos- eso es una obra de caridad. No te preocupes, que nada ha de pasarte”.

Cuando ya el poblado estaba a la vista, lo volvieron a maniatar para que no les llamaran la atención, por haber conducido al preso libre de sus ataduras.

En la entrada del pueblo ya lo esperaban unos cuantos fascistas, deseando caer sobre su presa como aves de rapiña.

Yo seguí caminando montado en el animal, que nos había servido a los dos de medio de locomoción, observando como al llegar a la altura de aquellos facinerosos, el preso fue abordado por éstos, que fieramente se ensañaron con él, enarbolando sus armas y golpeándole de una manera brutal, sin que la escolta que lo conducía hiciera nada por evitarlo.

El engaño de que habíamos sido objeto en Murcia, con respecto a tener las manos limpias, se había repetido con aquel infeliz, que confió en las promesas hechas durante su traslado.

Fue conducido posteriormente a la prisión, en cuya pared aún estaba plasmada la huella de aquel joven, que arrojó su camisa ensangrentada después de haber sido torturado por los enlutados asesinos.

En este lugar permaneció varios días, después y antes de que las heridas, ocasionadas por sus verdugos, hubieran cicatrizado, lo llevaron al cementerio de Málaga, donde fue vilmente asesinado con otros valiosos compañeros (6 de diciembre de 1939).

Continuando con las vicisitudes que estábamos soportando la clase trabajadora y la prosperidad que estaba experimentando la burguesía, cabe destacar lo siguiente: A todos los que por motivo generacional vivimos los fatídicos años 40, jamás se nos olvidarán.

Con la cerrazón y repugnancia que los patronos sentían hacia los trabajadores y la potestad, que el régimen fascista les otorgaba sobre los mismos, la vida resultaba humillante, para todos nosotros. Los patronos aprovechándose del hambre del pueblo, daba trabajo, pero solamente por la comida.

Tan catastrófica era la situación, que muchos tuvimos que buscar trabajo en otros pueblos, en cuyos cortijos había un poco menos de triunfalismo.

Yo hallé trabajo en un cortijo llamado "Montemayor", en las inmediaciones de la famosa estación de Bobadilla. Aquí empecé ganando 2,50 pesetas diarias y comida.

El trabajo que yo realizaba era agotador; los dueños me decían que todos los días llegaban obreros al cortijo ofreciéndose por la comida nada más. A mí no me extrañaba que fuera así, puesto que yo también había trabajado por la manutención, allí en nuestro pueblo.

Algunas veces, el dueño y yo hablábamos sobre todo esto y yo le decía, que no había derecho a emplear obreros solamente por la comida, cuando todos tenían familia que mantener. Yo esperaba que me despidiera de un momento a otro, debido fundamentalmente a mi forma de ver la cuestión, pero no sucedió así y me mantuve en aquel cortijo bastante tiempo, a pesar de que todos los trabajadores de las zonas rurales estaban controlados por las autoridades de sus respectivas jurisdicciones. Estas medidas tan severas, eran motivadas por la cantidad de hombres que se habían echado a la sierra al terminar la guerra y que eran perseguidos de forma implacable.

Los dueños de la finca en que yo trabajaba, sabían todo lo relacionado conmigo y mi familia, pero cuando vieron mi comportamiento laboral, me ofrecían toda la comida que necesitara, y además me daban tabaco y me trataban con amabilidad y respeto.

Yo hablaba a los dueños con cierta confianza. Un día estábamos trabajando juntos (ellos también trabajaban) y les dije que tenía dos hermanos menores pasando hambre en el pueblo y que uno tenía 17 años y el otro 10; les pedí que les diera trabajo a los dos, para que al mismo tiempo que los quitaba de pasar hambre pudiéramos estar todos juntos y así poder mandar algo a los que estaban presos.

Estos señores me dijeron que tenían poco trabajo, pero que de todas formas podía llevarlos para verlos.

Cuando terminó mi jornada de trabajo, me puse en camino para ir al pueblo y hablarle a mis hermanos sobre aquel asunto. Llegué muy de noche, ya que la distancia entre el cortijo y el pueblo era de unos 14 kilómetros, que yo hacía andando. Lo comenté a mis hermanos y ellos quedaron satisfechos con la proposición que yo les hice.

Otro de los relatos que pudimos oír, de los que habían quedado cortados por las tropas fascistas en Motril, fue el referente a un padre y a su hijo.

"El gallo", que era el apodo por el que conocíamos a padre e hijo, estaban presos en la improvisada prisión, en que yo había permanecido aquellos meses.

Con el apodo de "El Gallo", se conocía en Peñarrubia a Francisco Naranjo

Una de aquellas tardes grises del mes de Octubre fueron conducidos, padre e hijo, hasta el cementerio de Peñarrubia para cavar una fosa, donde yacerían sus cuerpos aquella misma noche.

Los esbirros sicarios que los escoltaban mofábanse de ellos con un sadismo cruel, diciéndoles:

-"Esta fosa, que vosotros estáis cavando, va a serviros a vosotros mismos esta noche".

Efectivamente, aquella misma noche fueron sacados de la prisión en compañía de otros cuatro camaradas, para fusilarlos a todos ellos, pero no era solamente el acto de fusilamiento el que contenía el relato, sino la sádica burla que sus verdugos emplearon para divertirse con los que iban a ser asesinados.

Uno de los asesinos, para darle emoción al espectáculo, se dirigió a uno de sus compañeros y le dijo:

-"Para ver la reacción de estos vamos a liquidar primero al hijo y después al padre."

Todos los presentes presenciaron aterrorizados al desenlace macabro impotente para hacer un acto de defensa, ya que iban maniatados con alambre, presionado por los alicates para impedir el menor movimiento de sus manos.

Cayó primero el hijo, porque los asesinos no habían aceptado la petición del padre, en el sentido de ser él el primero en morir, para no ver aquel tremendo crimen que se iba a cometer con su hijo en su presencia.

El conocimiento de este fidedigno relato fue posible, porque uno de los que se presentaron voluntarios para llevar a cabo aquel criminal episodio, lo narraba con satisfacción a todos cuantos quisieran oírle.

A:mí me daba mucha pena ver trabajar a mis hermanos pequeños, pero al mismo tiempo, me encontraba contento porque al menos no pasaban hambre.

Cada 15 días íbamos al pueblo para cambiarnos de ropa.

El tiempo que teníamos libre eran 24 horas por quincena; el día que teníamos de descanso lo pasábamos en casa de mi prima Isabel, que era la que se encargaba de tenernos la ropa preparada. Ella se ponía muy contenta al ver que estábamos más robustos y con un aspecto saludable, debido fundamentalmente a nuestras vidas al aire libre y a que nos alimentábamos bien en el cortijo, en que trabajábamos. Los del pueblo seguían comiendo hierbas cocidas y todo lo que hallaran en el campo.

Inesperadamente, se me presentó otro problema muy difícil de solucionar y es que como he dicho anteriormente, yo cada 15 días tenía que ir al pueblo para poder cambiarme de ropa y preparar los paquetes para llevárselos a mi familia, presa en Campillos. Los fascistas me esperaban en cualquier parte ocultos y cuando yo pasaba me salían al encuentro, me agredían al mismo tiempo que me decían que no querían verme por el pueblo y menos que pasara por delante de ellos.

Yo no es que deseara verlos, pero como no tenía más remedio que pasar junto al lugar en que se encontraban, tenía a la vez que aguantar insultos y amenazas.

Una noche que caminaba yo por las afueras del pueblo, fui agredido brutalmente, por un grupo de fascistas, que esperaban escondidos tras los muros de unos corrales, situados a la espalda de las edificaciones. Después de la agresión, me amenazaron, en el sentido de que no querían verme más por el pueblo y si lo hacía tendría que atenerme a las consecuencias.

Yo para evitar complicaciones, opté por no ir más al pueblo, con el exclusivo propósito de no tener ocasión para en cualquier momento de excitación repeler la agresión y volver otra vez a la cárcel, dejando en la indigencia a mis hermanos y abandonado a mis familiares presos.

Me quedé una buena temporada en el cortijo y mis hermanos me traían todo lo que yo necesitaba, particularmente ropa limpia.

Transcurría el mes de Diciembre de 1939 (1.12.1936), una noticia se extendió por toda la comarca y era que los presos que estaban en Campillos iban a ser trasladados. Inmediatamente me puse en marcha para comprobar la veracidad de aquellos rumores.

Así era, debido a un intento de fuga, los presos serían trasladados a Málaga para mayor seguridad.

El comentario generalizado era, que los presos habían logrado hacer un túnel en uno de los muros de la cárcel; pero un chivato frustró el intento, al comunicar a la guarnición la existencia de aquel túnel.

Como consecuencia de aquel intento de fuga, el primer hombre que intentó salir por el túnel, fue abatido por un disparo de pistola en la cabeza, cuando éste se asomó por un husillo al exterior.

El autor de este bárbaro crimen fue un chivato, que en aquel momento pasaba por aquel lugar (placeta), lo vio, sacó la pistola que llevaba y sin más consideración lo asesinó vilmente.

Estos eran los comentarios que se hicieron en Campillos acerca de este impune crimen.

Al conocer la noticia del traslado de los presos a la prisión de Málaga, me puse inmediatamente en camino hacia Campillos para comprobar la veracidad de la misma.

Efectivamente, así fue y cuando llegué a esté pueblo, los presos iban conducidos por una escolta de la guardia civil hacia la estación, que dicho sea de paso distaba unos 2 kilómetros de la localidad. Los detenidos marchaban en fila de a cuatro, durante el recorrido intenté acercarme a los míos (su padre y su hermano Francisco) para despedirme de ellos, pero un guardia me lo impidió, empujándome de forma violenta.

Cuando llegamos a la estación intenté otra vez aproximarme a ellos para poderlos abrazar, pero igualmente fui violentamente agredido por la bestia que de esta manera repetía la vil acción.

Desde el otro lado de la vía, al que me desplazaron, con los métodos habituales en ellos, pudo observar con tristeza como los iban introduciendo en los vagones.

El tren partió, sin que pudieran los presos despedirse de sus familiares, agitando los brazos, al llevarlos atados a la espalda para impedirles el menor movimiento.

Esta expedición compuesta por unos 200 hombres, salió para la prisión provincial de Málaga, como dije, o mejor dicho aún, para el matadero, puesto que la mayoría de los componentes de dicha expedición ya habían sido juzgados y condenados por los tribunales a la pena de muerte. Entro estos condenados, se encontraba mi padre.

A partir de esta fecha, todos los días que tenía libre en el cortijo los iba a descansar a Peñarrubia. Yo ya estaba decidido al enfrentarme a todo lo que pudiera sucederme con respecto a las amenazas y agresiones soportadas por la terrible pesadilla, que suponía volver a la cárcel abandonando a todos cuando más me necesitaban; pero no sé por qué aquellos energúmenos ya no volvieron a molestarme más, de momento.

Entretanto, la guerra mundial, había estallado y cómo a mí me gustaba enterarme de cómo iban los acontecimientos en centroeuropa, marchaba a Bobadilla, obtenía el periódico y así sabía que los alemanes avanzaban por todos los frentes del este, sembrando el terror al igual que había hecho Franco en toda España. Pero Franco después de asolar España, de extremo a extremo, no pudo imponernos a los españoles democráticos el flamante régimen plagiado de Mussolini. "Liquidó" a la intelectualidad generacional, aplastó a los hombres más combativos, fundó las instituciones represivas más feroces de la Historia, obligó a refugiarse en las montañas a miles de defensores del régimen legalmente constituido, forzó la emigración y si a España hubiera sido posible observarla en toda su extensión, desde un lugar prominente, hubiéramos visto un crespón inmenso de color negro, cubriendo a nuestra traicionada piel de toro.

La vida que los combatientes vencidos llevaban en las montañas, a las que habían tenido que huir para no ser pasados por las armas, resultaba dura y arriesgada.

Se organizaban batidas que ocasionaban infinidad de víctimas en ambos bandos, pero en las condiciones en que se defendían nuestros camaradas, las víctimas, tenían mayor preponderancia en su lado que en el de los cazadores de hombres.

Ya había terminado la guerra en todos los frentes de España, pero entonces fue cuando empezó la que podíamos denominar como "la guerra de los 40 años".


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