MANUEL RIVAS TRUJILLO. SEGUNDA PARTE
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Al llegar a
Motril, comprobamos que todo estaba más tranquilo, la marcha continuaba, la
aviación no nos atacaba ya, los barcos que antes veíamos en la lejanía del
horizonte marino habían desaparecido de nuestra vista, y esto fue lo que nos hizo pensar que todo
lo terriblemente malo había quedado atrás.
Nosotros
particularmente, es decir, mi hermano (José) y
yo, nos detuvimos en Motril para volver a cambiar los trapos que envolvían
nuestros pies y algo que nos calmara el hambre, hambre que de no haber sido por
el consumo de zumo de caña nos habría debilitado aún más de lo que ya lo estábamos y nos hubiera impedido llegar
sanos y salvos a la zona
controlada por los leales al gobierno, que en aquellos momentos se veían
reagrupándose para frenar a los traidores que se sublevaron en su día, para
derrocar a un gobierno establecido por el pueblo.
ALIMENTÁNDOSE CON CAÑAS DE AZÚCAR |
Unos
soldados nos informaron de que estaban distribuyendo latas de sardinas y carne
en conserva procedente de Rusia. Caminábamos hacia el lugar indicado, cuando
observamos en una placeta allí existente unas bestias muertas por la explosión
de una bomba que había sido lanzada el día anterior, los efectos de la metralla
eran espantosos. Una de aquellas bestias aún tenía vida; nosotros estábamos contemplando
aquella masacre, cuando en una puerta frente a donde nos hallábamos, vi a un
hermano mío sentado en el tranco de entrada (Francisco). Me dirigí hacia él y abrazándonos,
lloramos como dos niños (17 y 18 años) y sin pronunciar palabra en aquel
momento. El cansancio estaba reflejado, en su rostro, el agotamiento era
visible y en su aspecto se observaba el sufrimiento del que todos habíamos sido
copartícipes.
Yo pregunté:
—"¿Donde
está papá y los demás?"
—"Aquí
estoy -contestó él desde el interior de la casa- estamos aquí -pluralizó."
Entramos en
la casa mis dos hermanos y yo, y miramos
a un lado y a otro para poderlos localizar, ya que aquella casa era muy amplia
y se hallaba repleta de personas que descansaban apaciblemente después del
calvario vivido. Al fin los vimos y nos abrazamos sollozando, desahogando de
este modo la opresión que sentíamos en nuestros pechos.
Al no ver a mi
hermano pequeño (Antonio, 6 años)
pregunté que dónde se hallaba y la respuesta fue enormemente
amarga, el niño había desaparecido en uno de los bombardeos, cuando en compañía
de un cuñado mío (casado con su hermana María) se vio obligado a separarse de los demás, huyendo como todos
de aquella barbarie.
Ya hemos
dicho que el niño desaparecido contaba 6 años de edad y que probablemente habría muerto también en la huida. Lo que ya
era evidente es la desaparición de tres miembros de la familia: mi madre, el
recién nacido y éste último. Porque de los dos mayores nada sabíamos.
Cuando nos
encontrábamos en esta casa de Motril, me di cuenta de que mi hermana (María, 27 años)
le ocurría algo raro, ya que no se había abrazado a nosotros en el momento del
reencuentro. Yo la veía con los ojos muy abiertos y el espanto se le observaba
en ellos, y cuando hablaba lo hacía incoherentemente sin que nadie la pudiera
callar; la irritación que sufría
se manifestaba en una sarta de insultos a los fascistas y en gestos de
desesperación, llevándose las manos a la cabeza desmelenada por sus bruscos
movimientos.
Cuando
comíamos un bocadillo que nos habíamos preparado con las conservas que nos
habían facilitado los soldados, teniendo como mesa unos cajones, se levantó como
una exhalación gritando:
—"¡Que
estalla!, ¡que entalla!, ¡que estalla la bomba que está allí en esos cajones!,
¡fuera de aquí!"
Salimos
todos precipitadamente de la casa quedándose ella en el interior. Nosotros al
ver aquella actitud, comprendimos inmediatamente que aquella mujer había
perdido la razón; la captura de mi madre con el recién nacido, la desaparición
de su marido con mi otro hermano, más los sufrimientos que ella misma pasó,
eran los motivos más que suficientes para perder el control de una mente.
Salíamos ya
de Motril, seis miembros de la familia, aún quedaban muchos kilómetros para
llegar a Almería y como ya habíamos comido y descansado, nos pusimos en marcha
para alcanzar Adra, llevando algunas latas de sardinas y carne de búfalo
procedentes, según decían, de Rusia. Todo esto sin dejar de mirar recelosamente
al cielo y al mar temiendo la aparición de los barcos y aviones de los que tantos quebrantos habíamos recibido. Alguna
vez que otra, veíamos un avión a gran altura, pero sin atacar a la multitud que
caminaba por salvar su vida y por no desear convivir con el fascismo.
Era tan
grande el deseo de llegar a Adra, que todas las casas que rebasábamos nos lo
parecía.
Era inconcebible que nadie se preocupara de nosotros, ni de la precaria situación que aquella masa humana estaba viviendo. Todavía hay una pregunta flotando en la mente de los que vivimos aquella tragedia: ¿Por qué el ejército de la República no puso a salvo a los refugiados procedentes de la zona enemiga? Ya decíamos que se hablaba de «venta» al enemigo y es posible que aquello fuera cierto, porque si no hubo esa «venta», el proceder de los responsables de la seguridad del pueblo dejaba mucho que desear; ni barcos, ni camiones, ni armas para defenderse, ni nada que hoy les pudiera servir para salvar responsabilidades.
Cuando
llegamos a Motril, nos creíamos que nos pondrían medios de locomoción para
trasladarnos, pero no fue así y tuvimos
que caminar 50 kilómetros más. Al fin llegamos a Adra; el trayecto entre Motril
y Adra había sido duro, ya que el cansancio y la fatiga hizo que nos
sintiéramos enfermos, pues ya eran 8 días los vividos en esas condiciones que
he narrado.
A este
pueblo almeriense llegamos el día 14 de Febrero de 1937, con un recorrido a pie
de más de 200 kilómetros.
En Adra nos
cruzamos con una caravana de camiones cargados de soldados de las Brigadas
Internacionales; se apearon de los vehículos y compartieron con nosotros los
alimentos que llevaban y nos pidieron
que subiéramos a los camiones y así lo hicimos. Pusieron los vehículos en marcha,
repletos de gentes y nos llevaron a Almería. En esta provincia nos aconsejaron
que cogiéramos el tren para ir al lugar que cada uno deseara, pero como
estábamos muy cansados, la mayor parte de las personas quedamos allí hasta el
día siguiente. Después marchamos para el puerto, y allí nos sentamos en el suelo
viendo a otros que se embarcaban en los barcos que para tal efecto habían sido
preparados. Como nosotros teníamos la intención de estar un día más en Almería,
había que prepararse algo para hacer de comer; aquí el pan estaba muy escaso y
donde lo había se formaban unas “colas” interminables. En una tienda nos dieron
un kilo de arroz y unos pocos de higos secos, los que llevamos al puerto para
consumirlos entre todos.
Estando
comiendo lo que nos hablan dado en aquella tienda, se presentó uno de los dos hermanos (Juan) que estaban en el frente de Málaga, éste al igual que hicimos nosotros en
Motril, se abrazó a todos preguntando por el pequeño, la respuesta fue idéntica
a la que nosotros hablamos recibido, es decir, que el niño desapareció con
nuestro cuñado en un bombardeo en Nerja. También nosotros preguntamos por el
hermano que faltaba (Pedro) y nos dijo que él creía que se había escapado de los fascistas
y que seguramente estaría en su unidad.
Juan, que
este era el nombre del que se presentó a nosotros en el puerto, estaba prestando
el servicio militar y tenía que quedarse allí en Almería, para reincorporarse a
su batallón. No obstante, fue a buscar comestibles y enseguida volvió con ellos.
Se despidió de todos nosotros y le dijimos que iríamos a Murcia y que ya nos
volveríamos a ver de nuevo.
Habíamos
pasado todo el día en el puerto y por la tarde nos adentramos en la ciudad, con
el objeto de pasar la noche. Estábamos en el centro urbano, cuando en un enorme
edificio de la acera opuesta a la que nosotros nos hallábamos, vimos a un grupo
de mujeres que salía de él y les dijimos, que por favor, nos dieran un sitio
dónde poder pasar la noche. Aquellas amables mujeres nos dijeron que ellas se
iban al refugio, para eludir cualquier bombardeo, que pudiera producirse y que
nosotros tampoco deberíamos quedarnos. Al insistirle de que si no había
inconveniente nos quedaríamos en sus casas, accedieron no sin antes insistir que
nos fuéramos al refugio con ellas.
Al no querer
marcharnos a los refugios, nos dijeron que la primera planta del edificio estaba
a nuestra disposición, incluidas las camas. Unas camas como aquellas no las
habíamos disfrutado nosotros en toda nuestra vida, pues ya sabe el lector en
las condiciones en que estábamos en aquel miserable pueblo de Peñarrubia, dónde
a pesar de ser un pueblo de una riqueza agrícola muy estimable, sus gentes
pobres pasaban mucha hambre.
Estábamos
gozando de un profundo y reparador sueño, cuando una violentísima explosión
sacudió el edificio donde nos encontrábamos, haciendo vibrar su estructura de
tal manera, que temimos que pudiera desplomarse de un momento a otro. Volvieron
otra vez los aviones fascistas y esto era lo que había provocado aquellas
sacudidas que nos sacó de aquel placentero sueño. Las bombas volvían a caer
sobre la ciudad haciendo enormes estragos en su población, que precisamente
aquella noche estaba multiplicada por la gran afluencia de refugiados.
Quedó la ciudad a oscuras, nosotros aguantábamos el terrorífico trance amargados en nuestros dormitorios. El edificio colindante con el que a nosotros nos facilitaron para pasar la noche, había sido alcanzado de lleno y hasta nosotros llegaba el inconfundible crujido de vigas, puertas y ventanas. La techumbre de la casa que nosotros habitábamos se nos venía encima, parecía que las bombas no se les iban a terminar nunca.
Por fin el
ruido de las explosiones cesó, pero no el griterío que las personas afectadas
producían en la calle al comprobar los efectos causados por los bárbaros
incursores.
De ésta
también nos habíamos salvado, ya que estuvimos a punto de ser alcanzados por
el bombardeo al no hacer caso de las reclamaciones de las mujeres, que nos
alojaron en su casa, respecto a los refugios.
Cuando salimos a la calle, aunque era de noche, ya la luz había quedado cortada por la acción de los aviones. Podíamos ver infinidad de muertos esparcidos por la calzada, cuyos cuerpos presentaban amputaciones de sus miembros superiores e inferiores.
Abandonamos
la ciudad y salimos hacia el norte de la misma, con la idea de buscar un sitio
dónde poder pasar la noche. Salimos al campo y por un sendero allí existente,
nos alejábamos de aquel cementerio que la ciudad de Almería era.
En medio de
aquel tumulto, pudimos ver una entrada que a nosotros nos pareció una cueva y
allí nos metimos hasta que vino el día. Aquella mañana cuando ya se iba viendo
y distinguiendo lo que nos rodeaba, nos dimos cuenta de que nos habíamos
introducido, en un almacén de yeso y el ambiente polvoriento había depositado
sobre nuestros rostros una capa de éste, que causó la risa de todos los que nos
contemplaban, risa que era la primera vez que se pudo observar desde hacía 9
días, que era el tiempo que habíamos empleado en recorrer los 218 km. que
separaban a Málaga de Almería.
Para mí
particularmente, fueron 288 los km. recorridos, pues como sabemos, yo partí de
Gobantes, que está a 70 km. en sentido opuesto.
Aquella
mañana del 15 de Febrero de 1937, salimos del almacén de yeso un poco
deshumanizados, pues a pesar de la gran tragedia que nos rodeaba y debido a
nuestra involuntaria caracterización de payasos, causábamos la hilaridad de
nosotros mismos al vernos en aquella circunstancia.
Caminando,
siempre caminando, regresé a donde había dejado a mi familia, para entregarle
el aceite conseguido, cuando me encontré con que los míos no estaban allí.
Cansado de llevar el vaso en la mano, bebí un poco de aceite y tiré el vaso con
el resto del contenido a un terraplén. Minutos después apareció mi hermano José
dándome voces desde un lugar próximo al que yo los había dejado. Reunidos todos
de nuevo, me preguntaron dónde había estado tanto tiempo, yo les expliqué todo
lo que había sucedido, al mismo tiempo que ellos me explicaban el por qué habían
escogido aquel otro lugar, y era
porque el viento soplaba muy fuerte
y tenían que resguardarse de él para poder encender el fuego, fuego que serviría
para cocinar el arroz, pero con un poco de morcilla y no con el dichoso aceite,
morcilla que no puedo decir cómo llegó a manos de ellos.
El tren que
a nosotros nos llevaría a Murcia, estaba formado por vagones de mercancías. Los
refugiados íbamos llenando aquellas unidades al máximo, para de esta forma aprovechar
la capacidad de los mismos y así trasladar la mayor cantidad de personas. El
tren se puso en marcha con
dificultad debido al enorme tonelaje humano que portaba, y avanzaba lentamente
resoplando como si con ello quisiera hacer una protesta por la poca consideración
que con él se tenía.
En la
estación de Lorca (Murcia) el tren se detuvo unas horas para que los refugiados
descansáramos y estiráramos las piernas, que por la aglomeración de viajeros,
estaban entumecidas.
En este
pueblo murciano vi por primera vez un acto de solidaridad, si exceptuamos el de
las mujeres que en Almería nos ofrecieron su vivienda, una gran concentración
de personas se encontraban en la estación para socorrernos; las mujeres agitaban
los brazos ofreciéndonos gran cantidad de alimentos y golosinas para los niños,
algunas de ellas portaban ollas con comida caliente:
—"Ahí tenéis
hijos míos -decían- comed todo cuánto os plazca que ya todo lo malo lo habéis
pasado”
La estación
de Lorca era circunstancialmente un hormiguero humano, pues debido a la orden
de reorganización de las tropas leales y a la riada de refugiados, que se
habían concentrado en ella, más bien parecía, si se observaba desde larga
distancia, una feria, porque si nos acercábamos a la muchedumbre y observábamos
el rostro de los que de ella formaban parte, veríamos la tristeza reflejada en sus ojos por causas ya narradas y que
no es necesario reiterarlas.
Al llamamiento que se hizo para lo reorganización de
las tropas, acudieron miles de hombres que habían perdido el contacto con sus
unidades en la desbandada de Málaga. Entre éstos se encontraba mi hermano (José),
aquel que había sido mi compañero en la estación de Gobantes y durante los 9
días que duró nuestro éxodo hacia Almería.
La despedida
de este hermano fue para mí una despedida triste, porque después de todo lo que
habíamos sufrido había que separarse por cuestiones de guerra, y él tendría que
volver a los frentes y yo continuar
viaje hasta Murcia, que era el punto de nuestro destino.
El tren se puso en marcha, quedando en el andén los seres de los que nos íbamos alejando, con las lágrimas a duras penas contenidas por la emoción del acto solidario de que habíamos sido objeto por parte de los habitantes de aquel maravilloso pueblo murciano y por la ausencia forzada de nuestros soldados, cuyo destino era tan incierto en aquellos momentos.
A medida que el tren avanzaba por las
fértiles tierras murcianas, nosotros los refugiados, íbamos comentando la
solidaridad de aquella buena gente, con respecto a los que habíamos convivido
con ellos las horas que el convoy permaneció en su ciudad.
El día 20 de
Febrero de 1937 llegamos a Murcia; en esta capital tuvimos el mismo
recibimiento que hablamos tenido en Lorca. Muchas personas, que habían ido a la
estación para recibirnos, nos ofrecieron comida en sus casas y se brindaron a quedarse con los niños
que presentaban evidentes muestras de desnutrición, por la absoluta carencia de
alimentos lácteos durante la odisea de
Málaga a Almería, de la que tan tristes recuerdos tenemos los que la
vivimos. Muchas fueron las personas que nos ofrecieron trabajo en sus huertas
para que saliéramos pronto de la situación desesperada en la que nos hallábamos.
La primera
señal que tuvimos de que aún teníamos unos gobernantes, fue cuando se nos
habilitó unas casas de refugiados para alojarnos en ellas. Estas casas-refugios
sirvieron para estabilizarnos y rehacernos de los quebrantos padecidos.
A mi familia
nos tocó vivir en una casa refugio, llamada Carlos Marx, situada en la calle
San Nicolás nº 15. Otros irían a las denominadas Pablo Iglesias, Durruti y
Ascaso. Las autoridades nos facilitaron colchones, mantas y comida caliente por tiempo indefinido.
Refugiados en Almería |
Aunque
teníamos la seguridad de que mi madre y el recién nacido habían quedado en
Campillos, no perdimos las esperanzas de saber algo de ellos.
Cuando
cumplí los 17 años, dejé el trabajo que realizaba en la huerta para ocupar un
puesto en un almacén de abastecimiento de comestibles que los cuáqueros habían
enviado para ayudar a nuestro gobierno. En este almacén se trabajaba muchísimo,
pero lo hacía a gusto porque todo estaba relacionado con la lucha que el pueblo
estaba librando contra el fascismo.
Muchas veces
iba yo de ayudante de camionero para cargar la mercancía depositada en el puerto
de Cartagena. Una vez llegamos de noche a Cartagena, y nos sorprendió la aviación
enemiga, que vino a bombardear la ciudad; el camión que nosotros llevábamos
para retirar la mercancía, fue alcanzado por la metralla, quedando seriamente
dañado.
Cuando el
camión fue reparado y las consecuencias del bombardeo no tuvo más trascendencia
para nosotros que la experiencia vivida, volvimos a reanudar el trabajo interrumpido
en el almacén. Así transcurría el tiempo hasta que una nueva circunstancia intranquilizó
mi espíritu juvenil.
La movilización
de los jóvenes de 18 años, afectó a mi hermano Francisco. Este muchacho enfermó
del pecho por las privaciones padecidas durante su niñez, y cuando fue movilizado
para el ejército, pasó al servicio de retaguardia. Con este eran cuatro hermanos
míos los que estaban en filas en el ejército republicano: José, Pedro, Juan y
Francisco, que como hemos dicho antes, quedó en Servicios Auxiliares en Murcia.
Yo pensaba
que muy pronto también sería
movilizado, pero mi padre se oponía a ello, por los mismos motivos que se opuso
cuando estábamos en el pueblo de Alora: por ser muy joven, tener cuatro hijos
en la guerra y tres miembros de la familia desaparecidos.
El año 1938
movilizaron a mi quinta, por una parte me congratulé del llamamiento, por otra
estaba preocupado porque me daba mucha pena abandonar a mi padre, del que tenía
tan gratos recuerdos en mi infancia, a pesar de las vicisitudes. Yo me hubiera
ido al frente mucho antes, pero el amor filial era tan grande, que no era capaz
de tomar aquella decisión que causaría a mi padre un sufrimiento más.
Transcurría
el año 1938 cuando el gobierno hizo un llamamiento para voluntarios, que
quisieran ir a trabajar a la provincia de Toledo en la construcción de una vía
férrea en el término de Villacañas, que según decían los mandos sería de una
gran utilidad para el desarrollo de las operaciones militares del sector de
Madrid.
El énfasis
puesto por las autoridades para hacer ver la necesidad de aquellos trabajos fue
lo que me hizo acudir a la oficina de alistamiento voluntario y efectuar mi inscripción.
La expedición la componíamos jóvenes menores de 18 años, ya que como sabemos,
los que tenían más edad habían sido reclutados de forma obligatoria para ir a
los frentes.
Al igual que
ocurriera en Lorca con la despedida de nuestros soldados, ocurrió en la
estación de Murcia con nuestros familiares; abrazos, lágrimas y recomendaciones
a nuestra inexperiencia.
Cuando
salimos de esta ciudad era en invierno y
como en esta zona mediterránea la climatología es muy benigna, al igual que lo es la de la provincia de
Málaga; las recomendaciones que nos hicieron con respecto al cambio
climatológico que experimentaríamos, nos sirvieron solamente para tener un
conocimiento anticipado de lo que sería nuestra estancia en Villacañas.
Se oyó el silbato
del tren que nos transportaba y alguien gritó: -"¡Alcázar de San
Juan!".
Nos apeamos
del convoy y aquello era sencillamente insoportable, un frío intensísimo
penetraba en nuestros huesos, una nevada que cubría todo el campo, un viento
helado que nos hacía temblar y castañetear los dientes, fue el primer contacto
que tuvimos con nuestro nuevo destino.
La
expedición la componíamos unos 200 muchachos, que a pesar de tener una edad tan
propicia para tomarlo todo a broma, ninguno se encontraba con ánimo para
propiciarlas en condiciones tan adversas como las que nosotros estábamos
soportando.
Los
responsables de la expedición nos llevaron a comer a una fonda. Aquí nos
pusieron de comer unos garbanzos con bacalao, un trozo de pan y un jarrito de
vino; todo esto nos costó 2,50 a cada uno.
Después de
haber llenado nuestros estómagos, el optimismo parecía renacer en nuestro decaído
ánimo, nos montamos de nuevo en el tren y continuamos hacia Villacañas.
A la llegada
a este pueblo nos esperaban varios camiones para trasladarnos al lugar de
trabajo. Este lugar había sido habilitado para que nos sirviera de campamento y
constaba de varios barracones construidos principalmente con chapas de uralita, y sus dimensiones resultaban bastante amplias. Fue para nosotros una sorpresa
el ver las colgaduras de hielo pender de los canales de las uralitas, ya que
nuestra condición de andaluces
nos hacía sorprendernos ante semejante espectáculo.
El piso de
los barracones estaba aislado del suelo por una tarima, con el objeto de evitar
la humedad y el frío, que tan
nefastos resultaban para nosotros que veníamos de la costa y no estábamos acostumbrados a estas bajas temperaturas.
Mientras
todo esto acontecía, la situación política y militar iba empeorando de una
manera alarmante. El ejército republicano se defendía heroicamente en todos los
frentes ante la ofensiva internacional fascista. Ya se vio claramente que
Alemania, Italia, Marruecos, Inglaterra y Francia estaban contribuyendo con
todos sus medios para derrotar al gobierno del heroico pueblo español.
Inglaterra y Francia no intervinieron militarmente, pero sí hicieron un enorme
daño a la causa legalmente establecida por el pueblo, con el "cuento” de
la no intervención que efectivamente sólo afectó al gobierno republicano y no a
los traidores que sé habían sublevado contra él. Ahora pesa sobre la
conciencia, de estos pueblos las catastróficas consecuencias de que fue víctima
nuestra España.
Me duele el
corazón al narrar estos acontecimientos, y como supongo que al lector le
sucederá lo mismo, daremos un giro en nuestro trayecto narrativo y eludiremos la
ofensiva del Ebro y el progresivo avance de los internacionales fascistas.
Una
indisposición repentina fue la causa por la cual fui ingresado en una clínica de Santa
Cruz de la Zarza (Toledo). Esta indisposición, resultó ser una pulmonía que estuvo
a punto de llevarme al otro mundo, como vulgarmente se dice.
El trabajo
había quedado suspendido y yo fui dado de alta en la clínica para volver a
Murcia con los míos. Los hallé bien, pero preocupados por las noticias que
llegaban de los frentes.
La
sublevación del coronel Casado el 5 de Marzo de 1939, agravó la situación en
todos los frentes; la Junta Militar de Casado rompió con el gobierno de Negrín
y su repercusión trajo unos consecuentes combates en la retaguardia y un golpe
mortal para la República.
Los
falanges, los guardias civiles y grupos de ciudadanos se veían por las calles
vociferando atroces venganzas contra los vencidos, los camiones cargados de pan
recorrían las calles de las ciudades lanzando los bollos a los balcones para
que el vecindario se fuera haciendo a la idea de que la terminación de la guerra
traería consigo una paz duradera para todos los españoles. Nada más lejos de la
realidad, pues pronto sacaron las garras que tanto tiempo tuvieron ocultas para
clavarlas con sadismo en los que habían sido derrotados.
La:
amargura que aquella situación depositaba en nuestros pechos es inenarrable.
Recuerdo que uno de estos días de Abril de 1939, salí a la calle para buscar pan,
cosa que no me fue posible hallar, a pesar de haber sido lanzado con profusión el día
anterior. Cuando volvía sin él, di de cara con una formación de falangistas portando
una bandera, que para mí era la primera vez que la veía. Era la clásica bandera
de la Falange, testigo de tantos y tantos crímenes durante la posguerra.
Iba yo
caminando por la acera opuesta al núcleo principal de aquella formación, cuando
sin que yo me lo esperara recibí variáis bofetadas. Yo ignoraba el motivo por
el cual había sido agredido; luego resultó que yo no había saludado a la
bandera con el brazo en alto y la
mano extendida.
Ya se
palpaba en el ambiente lo que iba a suceder, la represión iba a ser terrible, como puede atestiguar la historia.
Después de
este desagradable incidente, mi imaginación empezó a trabajar a marcha forzada y cuando conté lo sucedido a un grupo
de paisanos que casualmente hallé, estos me dijeron: -"Muchacho, no hay
quien nos salve de esta gentuza."
Empezamos a
hacer planes para salir del país, pero ya era demasiado tarde para intentarlo.
Se había rumoreado que por Alicante era posible huir, pero todos los que
llegaban de esta ciudad coincidían en lo mismo, que aquello de los barcos preparados
para evacuar a la población civil, era una maniobra del coronel Casado, y que no
existían tales barcos.
Uno de mis
interlocutores me informó de que algunos de nuestros camaradas se habían suicidado
con sus propias armas antes que el enemigo se las arrebatara, y que él también
lo haría a la mañana siguiente.
Para mí fue un mazazo que jamás en mi vida podré olvidar, la serenidad de su semblante, el aplomo con que me comunicó tan drástica resolución, más los conocimientos que yo tenía de su abnegada lucha por la libertad en nuestro pueblo, me hicieron comprender que aquel leal camarada no quería caer en manos de aquellos verdugos. Este hombre contaría unos 40 años de edad, estaba casado y tenía 5 hijos, y su esposa había caído en la huida de Málaga, víctima de las bombas fascistas y cuando se encontraba en un estado de gestación avanzadísimo.
Yo
trate de persuadirle de aquel propósito, proponiéndole echarnos a la sierra y
buscar la salida por las fronteras del Pirineo, y que no hiciera tal cosa,
porque así lo iba a dar una satisfacción muy grande a los fascistas del pueblo.
Él me contestó que como les daría una gran satisfacción sería entregándose a ellos.
Comprendí una vez más que tenía razón y me resigné a lo que el destino
decidiera.
Aquel hombre
me decía que yo no tenía ninguna responsabilidad, mientras que él sí las tenía
porque había mantenido una lucha constante con los caciques de nuestro pueblo,
quienes no le perdonarían jamás, pues ya
sabemos todos de lo que aquellos eran capaces.
Estábamos
enfrascados en aquel diálogo y volvió a sorprenderme otra vez cuando me dijo:
—"¡Manolillo!
-siempre me nombraba familiarmente- vamos a ir al refugio de Carlos Marx, que
quiero despedirme de tu padre, y de los demás"
A mí se me
hizo un nudo en el pecho que deseaba poder llorar para desahogarme, pero esto
me era prácticamente imposible, porque los muchos padecimientos que había
soportado me habían inmunizado contra esta sensación de pesar que generalmente
se exterioriza en circunstancias adversas.
Fuimos a
casa y la escena quedaría gravada en su pecho para recordar algún ser querido.
Al día siguiente nos llegó la triste noticia de que el camarada Galindo se
había suicidado disparándose un tiro en la sien.
Los periódicos
publicaban con grandes caracteres la terminación de la guerra; la radio
advertía que todo el que no se hubiera manchado las manos en sangre no tenía
nada que temer y posteriormente a esta falsa campaña nos comunicaron que todos
teníamos que volver a nuestros pueblos provistos de un salvoconducto directo al
punto de destino.
Mi padre
ante la imposibilidad de permanecer en aquel lugar (Murcia), optó por sacar el
salvoconducto, cayendo en la trampa tendida, por lo que las personas que
tuvieran las manos limpias de sangre podían volver. Como él consideraba que se
hallaba en esta circunstancia decidió regresar al pueblo, con la esperanza de
encontrar en él a nuestra madre y hermanos, caídos prisioneros al principio de
la contienda y de los que hacía tres años que no teníamos noticias de ellos.
Un tren de
mercancías destinado al ganado era lo que nos tenían preparado para trasladarnos
de los refugios a nuestros respectivos pueblos, ya que aquella inmensa masa
humana teníamos distintas procedencias. Nos fueron hacinando en el interior de
aquellos inmundos habitáculos, que eran los vagones ganaderos que los vencedores
nos habían asignado para volver cada uno a su punto de origen.
Los miles y
miles de personas que habían introducido aquellos crueles enemigos en un tren,
cuyo destino era el transporte del ganado, hizo que la distancia que habíamos
de cubrir nos recordaba la tragedia de la huida de Málaga.
Las necesidades
fisiológicas que necesariamente había que realizar resultaban auténticos
ataques a la dignidad de las personas, que saltándose de una forma indecorosa
la más elemental regla de convivencia humana, veíanse obligadas por razones
obvias, a realizar públicamente las perentorias necesidades fisiológicas que
antes hemos aludido.
Mientras
tanto, el tren avanzaba cansinamente por las fértiles huertas murcianas, como
la naturaleza tiene un ciclo perfectamente definido, presentaba para el
transeúnte un aspecto maravilloso, al coincidir nuestro paso por aquel lugar,
con el punto álgido de la primavera. El contraste panorámico con la vivencia en
nuestro medio de locomoción era evidente.
Los
semblantes de los viajeros eran poemas de presagios funestos, y a medida que nos
íbamos internando en la zona que habla estado ocupada por los fascistas, veíamos
la gran tragedia reflejada en los rostros de los que quedaron cortados en la
llamada "zona nacional", ¿qué era lo que había sucedido en aquellos 3
años vividos con el fascismo? Todos los ciudadanos que pululaban por los
pueblos que cruzábamos iban enlutados y esto era muy significativo, si tenemos
en cuenta las noticias filtradas desde que salimos de Málaga, con respecto a
los crímenes cometidos por los fascistas en su zona.
Cuando
llegamos a Granada, el tren quedó casi vacío al descender en esta ciudad una
inmensa mayoría de las personas que transportaba y que desde aquí irradió para
todo el contorno.
Reanudábamos
la marcha hacia Bobadilla llevando en nuestra mente la zozobra de la arribada a
nuestro miserable pueblo.
A medida que
nos íbamos aproximando a la estación de Gobantes (aquel lugar en el que yo
contribuí haciendo trincheras y en el que no me permitieron ingresar en el
ejército por ser menor de edad) que era nuestro destino, según podía leerse en
el salvoconducto que mi padre sacó en Murcia.
Al llegar a
Gobantes y observar los lugares conocidos, sentíamos una extraña sensación en
nuestro ser, que parecía estar motivada por la llamada de un sexto sentido
avisándonos de algo trágico que se cernía en el ambiente que nos rodeaba.
Antigua estación de Gobantes |
Iglesia de Gobantes |
Yo estaba
tan nervioso, que les grité airadamente a los responsables de aquella acción,
recibiendo por esto motivo varias bofetadas de la Guardia Civil, que controlaba
la llegada de todos los que iban regresando de la zona republicana, diciéndome
al mismo tiempo que yo ya no estaba con los "rojos", y que en
cualquier momento podían vaciar sobre mí los cargadores de sus pistolas.
Como ya
dije, mi padre continuó en el tren y los guardias de Gobantes llamaron
rápidamente al Chorro para que lo detuvieran y lo trasladaran de inmediato
hasta allí.
Mientras
esperábamos el regreso de mi padre, mi hermana comenzó a insultar a todos,
siendo por esta causa severamente agredida. Yo trate de hacer comprender a
aquellos energúmenos, que aquella mujer estaba perturbada. Uno de ellos
dirigiéndose a mí, me dijo:
—"Ustedes
estáis todos mal de la cabeza, pero os la vamos a poner bien."
Sometidos a
un minucioso registro, robaron de nuestro equipaje 7.500 pesetas que mi padre
había ahorrado de lo que mis hermanos habían girado desde los frentes y que eran
consideradas por los fascistas valederas en su zona. También, nos robaron 5
kilos de café en grano, 2 relojes y unas navajas que yo adquirí en Albacete.
Este pequeño
botín, que nos había sido arrebatado por los facciosos, ya nunca más lo recuperaríamos a pesar de que nos
prometieron su devolución, pero como no se podía reclamar nada y podíamos ser
torturados, optamos por darlo por perdido, si queríamos conservar otra cosa de
mucho más valor como era la vida.
Entre tanto,
mi padre fue devuelto desde El Chorro a Gobantes, y al bajar del tren nos
esposaron a todos y nombraron a una pareja de falangistas, para trasladarnos a
nuestro pueblo natal al que regresábamos después de 3 años de ausencia.
Los 6
kilómetros que separan la estación de Gobantes de Peñarrubia los haríamos a
pie. Uno de aquellos mandos dijo a los falangistas que nos iban a custodiar:
—"Podéis
hacer lo que queráis con ellos."
Al llegar a un sitio donde habían sido
fusilados hombres de derecha al iniciarse el movimiento, nos pararon y dijeron:
—"Aquí,
matasteis a 9 personas de orden."
Nosotros sabíamos que aquellas personas no eran de aquel pueblo, por lo tanto, nadie de aquí podía ser responsabilizado de la matanza que allí se produjo en 1936.
Se refiere a las nueve personas que asesinaron el 2 de agosto de 1936. Entre los milicianos que cometieron el crimen, estaban sus hermanos Pedro y Juan Rivas.
Al entrar en
el pueblo, observamos que un guardia civil conducía a un hombre hacia el
cuartel, éste hombre al vernos nos reconoció y volvió la cabeza para saludarnos,
ya que como he dicho anteriormente, habíamos estado ausente 3 años; el guardia
le asestó un terrorífico culetazo, con su pistola, en la cara que le dejó el
rostro destrozado.
Aquel acto
criminal que nosotros habíamos presenciado, nos predispuso para aguantar todo
lo que el destino nos tuviera reservado.
Nuestra
conducción terminó en el Cuartel de la Guardia Civil, allí fuimos liberados de
las esposas y sometidos a un minucioso interrogatorio; el primero fue mi padre,
en el momento en que preguntaban si había hecho esto o aquello, mi hermano (Rafael), el
que se había quedado perdido en Nerja, irrumpió en el despacho colgándose del
cuello de mi padre, que lloró de emoción. El comandante de puesto se levantó
violentamente, de la silla que ocupaba, para propinar al pequeño una patada que
lo arrojó a la calle. Mi padre recriminó aquel brutal comportamiento recibiendo
a su vez la recriminación, en el sentido de que los "rojos” no tenían
derecho a ver a sus hijos.
Mi padre
quedó detenido por haber hecho guardia en la puerta del Ayuntamiento y porque podía
haber salvado a uno de la muerte, si él se hubiera opuesto a tal pretensión.
Seguidamente
interrogaron a mi hermana acusándola de haberse casado en Alora por lo civil y
no por la iglesia, su marido estaba preso en Málaga por el mismo motivo,
quedando detenida también.
Igualmente
fue interrogado mi hermano mayor (Francisco), el que estaba enfermo, éste fue acusado de
haber portado las banderas por las calles del pueblo, quedando así también
detenido.
Después me
interrogaron a mí y se me acusaba de haber molestado a la señora (Encarnación) Giles, cuando participaba yo en una de las manifestaciones
del 1º de Mayo. También quedé detenido, pasando a la cárcel del pueblo, junto
con mi padre y hermanos.
En la
habitación en que fuimos encerrados, ya había unos 20 detenidos de los que iban llegando de la zona republicana.
Al entrar en
esta habitación llena de prisioneros, di las buenas tardes, todos permanecieron
mudos, sentados en el suelo sin
exteriorizar ni la más mínima expresión de afecto hacia mí, que hacía 3 años que no los veía.
Yo pregunté:
—"¿Qué
es lo que pasa?"
Uno de ellos
me contestó:
—"Ya te
enterarás"
Efectivamente,
quedé enterado de lo que estaba sucediendo, al reparar en los cuerpos de
aquellos hombres, que yacían en el suelo boca abajo, para evitar el contacto de
sus espaldas flageladas con las paredes de aquella habitación, que les servía
de prisión.
En un
rincón, liado en una manta, que una hermana suya le había introducido en la
cárcel, cuando estaba de guardia una persona sensata y comprensible, se hallaba
un joven prisionero, que era el más afectado de todos los torturados; los ojos los tenía ensangrentados, el
cuerpo le sangraba por todas partes, los testículos los tenía desechos de las
patadas que le habían dado y pedía a gritos que lo mataran de una vez. Los
esbirros a los que iban destinadas estas súplicas, decían que no había prisa
por matarlo y que si lo hacían lo iban a hacer un favor, favor que ellos no
estaban dispuestos a otorgar.
Una noche
pude observar los métodos que empleaban para la tortura. El cuerpo de aquel muchacho
semejaba más a un cadáver que a un ser animado.
Serían
aproximadamente las 2 de la madrugada, cuando dos individuos, Diego Fontalba
Fontalba y Rafael Giles
Fontalba, vestidos de negro, penetraron en el apartamento en que nos
encontrábamos, para llevarse al joven revolucionario Miguel Barroso Torres.
Este debido a los muchos sufrimientos soportados, había dejado de alimentarse y por esto motivo no podía levantarse
del suelo por sí solo, la fiebre había invadido su cuerpo y ya era un cuerpo
muerto. Sus dos verdugos intentaron llevárselo en brazos y al no poder con
aquella figura inerte, lo arrojaron otra vez al suelo y asiéndolo cada uno de
ellos por una pierna, lo sacaron, arrastrándolo escaleras abajo, dando golpes
con su cabeza en cada uno de los peldaños que iban descendiendo.
Una vez
llegado al final de aquella escalera, lo metieron en su cuartelillo y desde el
lugar que nosotros ocupábamos, podíamos oír perfectamente los golpes y quejidos
procedentes del local al que aquellos criminales habían "transportado"
a su víctima.
Transcurrieron
unas horas y después de reanimarlo, aquel hombre fue obligado a subir las
escaleras y como se encontraba tan debilitado hubo de hacerlo a gatas, sin que
nadie le ayudara a subir.
Cuando llegó
al departamento, que teníamos como prisión, nos dirigió una mirada, que después
de tantísimos años de haber sucedido, aun sigue gravada en mi mente y seguirá a
lo largo de mi vida.
Aquel
compañero, en gesto de desesperación arrojó la camisa violentamente sobre la
pared de la habitación, quedando sellada con sangre, huella de aquel inmolado
joven luchador de la libertad, que fue fusilado al fin el 9 de Diciembre de
1939, como el deseó para librarse del suplicio.
En
este mismo lugar y en las
condiciones que he narrado, recibimos la triste noticia de que mi madre, Carmen
Trujillo González, había sido también asesinada el día 1 de Mayo de 1937, al
poco tiempo de caer en manos de los fascistas. Según las versiones que nos
daban, el niño que había dado a luz lo llevaba en los brazos cuando era conducida
al paredón. Este fue recogido por María García Borrego, matrona que había
atendido a mi madre en el parto.
El nombre de la matrona era Francisca Borrego Gutiérrez, como ya dije en la Crónica anterior
Esta
matrona, que junto con mi madre realizaban casi la totalidad de las intervenciones
profesionales de todos los casos que se produjeran y por esta causa, el médico,
llamado Jacobo (Lanzas), se vio marginado en estos menesteres, por lo que las denunció
con falsedades que costó la vida a mi madre y la cárcel a su compañera.
Francisca Borrego Gutiérrez |
En
aquellos tiempos nadie quería comprometerse por tratar de ayudar a un semejante, nadie podía solidarizarse con un condenado, al menos que estuviera dispuesto a
ser condenado, ya que aquellos momentos eran trágicamente vividos por el pueblo
al contemplar los asesinatos en masa de sus conciudadanos.
El
niño Domingo Salvador Rivas Trujillo fue sacado de la casa de la matrona para
ser internado en el Hospicio de Málaga, donde quedó a merced de lo que
quisieran hacer con él.
Cuando
esta señora salió en libertad, fue a visitar al niño para ver si podía
llevárselo a su casa; le llevaba golosinas y veía que estaba bien. Al hacer
gestiones para que le dieran al niño, los responsables del centro de orfandad
pusieron impedimentos, por considerar que el niño no era suyo y además tenían
que consultarlo con la Madre Superiora.
Ella
intentó ponerse en contacto con quien tuviera autoridad para resolver el
problema, pero no lo consiguió y le decían: -"Venga usted mañana, venga
otro día..."
Por
fin logró entrevistarse con las monjas y estas le dijeron:
—"Espere
un momento... Señora, el niño que usted busca falleció el día 5 de Mayo de 1938
de meningitis aguda."
La
respuesta que le habían dado, cerraba toda posibilidad de diálogo. De nada
valdría el argumento convincente que ella expuso, es decir, haber visto al niño
el día anterior por mediación de una de las monjas, que había accedido a sus
ruegos y suplicas.
Volviendo a
las vivencias padecidas en la prisión del pueblo, en la que fue inmolado aquel
joven, cabe mencionar, que a medida que los refugiados iban llegando, iban
siendo detenidos y encarcelados en aquel local inmundo, donde éramos apiñados
unos sobre otros, hasta el punto de que los guardianes no podían hacer
recuento, el que habitualmente hacían de los prisioneros.
Debido a lo
reducido del local, pronto la atmósfera quedó viciada e irrespirable.
Las
condiciones higiénicas eran insoportables, la única ventana existente la
cerraban por motivos de seguridad, según ellos.
Hasta qué
punto no sería insoportable aquella situación, que un día decidimos gritar en
protesta, sabiendo a lo que nos exponíamos con aquella actitud.
Estábamos inmersos
en nuestros pensamientos, cuando observamos que un camión se detuvo delante de
nuestra improvisada prisión; nuestras mentes trabajaron al ritmo que las
circunstancias exigían, para hallar el motivo por el que aquel vehículo había
hecho acto de presencia. Se oyó los pisadas de botas escaleras arriba,
abriéndose la puerta de nuestra prisión. Uno de los que componían aquel grupo
traía una lista en la mano; el silencio fue absoluto en aquel momento, fueron
nombrando a los presos y esposándolos de dos en dos, los bajaban a la calle y los subían al camión por una silla
que pusieron en su parte trasera. Entre los expedicionarios se hallaban mi
padre y mi hermano (Francisco), aquel que
se encontraba enfermo. No sabíamos cual sería el destino de estos presos y esto
nos tenía enormemente preocupados, porque sabíamos poco más o menos lo que iba
a suceder, pero pronto nos enteramos que los habían llevado a la cárcel de
Campillos, aquel célebre escenario de matanzas de carabineros y voluntarios
leales al gobierno republicano y donde aquel médico, denunció a dos mujeres por hacerle la competencia
en sus menesteres
profesionales.
Al recibir
aquella noticia quedamos un poco más tranquilos, pues nosotros teníamos que los
hubieran fusilado.
De los
cuatro que habíamos ingresado en prisión, sólo quedábamos dos, ya que mi padre
y mi hermano seguían presos, pero en Campillos. Mi hermana estaba abajo con las
mujeres presas y yo arriba con los hombres. El haber que nos daban (una peseta)
se lo mandábamos a nuestra madrina, es decir, a la que nos había bautizado a
todos, que sea de paso, también le fusilaron dos hijos jóvenes cuando los "nacionales"
ocuparon Peñarrubia el día 15 de Septiembre de 1936. Ella nos mandaba lo que
podía, que como es de suponer no era mucho. Por su humana colaboración con
nosotros fue detenida y encarcelada en Campillos, donde más tarde falleció.
Como
carecíamos de los servicios más elementales, las necesidades las hacíamos en un
pozo ciego, que nos servía de letrina; el agua potable había que traerla del
río Teba, que pasa a una distancia de 300 metros del pueblo. Y todo esto con
una escolta armada y en actitud desafiante.
Todos los
días nombraban a dos para ir al río a por agua, como mencioné anteriormente.
Nos daban un cántaro a cada uno y como había que atravesar forzosamente la
plaza del pueblo y ser objeto de impublicables insultos, nadie quería ir a por
aquella agua, para no ser humillados por los facinerosos enemigos.
Un día me sacaron
a mí para que acompañado por otro hombre, ya mayor, fuéramos a traer agua.
Caminábamos por la calle y la gente nos atisbaban por las rendijas de las
puertas y ventanas, sin
atreverse nadie a saludar a los presos por tenor a ser tachado de
"rojo", que era en aquellos momentos tanto como firmar una condena.
Al pasar por
la puerta de una prima, ésta salió en busca mía y me ofreció un vaso de leche y
un poco de pan frito. En aquel momento, el escolta que nos vigilaba, Francisco
Giles, le dio un empujón que la hizo caer al suelo, al mismo tiempo que la
amenazaba con su arma diciéndole, que los rojos no tenían derecho a comer.
Cuando
regresábamos con los cántaros al hombro, el escolta llevaba una mano metida en
el bolsillo del pantalón y como pasábamos a la altura de un comandante del
ejército, éste nos paró y después de amonestar al guardián por llevar una mano
metida en un bolsillo, nos echó un discurso que duró unos cinco o seis minutos.
Dirigiéndose a nosotros nos dijo:
—"Ustedes
son todos unos asesinos, "rojos", y no tienen derecho a vivir, así es
que seguir adelante que ya os ajustaremos las cuentas."
A los ocho
meses de estar privado de libertad, careciendo de lo más elemental para la subsistencia,
me llevaron al cuartel de la Guardia Civil para prestar declaración ante el
comandante de puesto. Yo me había trazado ya una línea con respecto a lo que
tenía que hacer en el interrogatorio: hablar poco y no acusar a nadie. Pues
otros después de hablar mucho y acusar hasta a sus mismos deudos, fueron
fusilados, sin que les valiera para nada la colaboración prestada a sus
verdugos.
Lo primero
que me preguntó el comandante de puesto fue que donde se encontraban mis tres
hermanos mayores, a lo que le contesté que nada sabía de ellos. Este se levantó
como impulsado por un resorte blandiendo una fusta, golpeándome con la misma de
una manera despiadada al mismo tiempo que me mostraba un escrito en el que expresaba
la relación que con ellos había tenido durante la guerra. No obstante me mantuve
en mi propósito de no delatar y no lo hice, vanagloriándose hoy de no haber contribuido
a la perdición de nadie, ni de deudos, ni de ningún otro compañero.
Continuó el interrogatorio
y me preguntó una cosa absolutamente estúpida por parte del comandante de
puesto:
—"¿Has
intervenido, en las matanzas que se hicieron en 1936 o sabes de alguien que lo
hubiera hecho?”
A lo que le
contesté:
—" No
me haga estas preguntas, puesto que yo era un niño y nada sé de aquello."
Terminada mi
declaración me devolvieron otra vez a la cárcel, donde mis compañeros esperaban
impacientes un relato de lo que había acontecido en el cuartel y para saber si
me habían torturado como hacían frecuentemente con otros. Relaté lo sucedido y
les mostré las huellas que la fusta de aquel malvado había dejado plasmadas
sobre mi cuerpo.
Días más
tarde, me volvieron a llevar al cuartel, ignorando por completo, que era lo que
querían este vez. Cuando estuve en presencia del comandante, éste me dijo:
—“¡Bueno!
como no tenemos una denuncia concreta en contra tuya, por ahora te voy a
poner en libertad provisional, aunque yo sé, que
tú no me has dicho la verdad con respecto a tus hermanos."
Al verme
libre, le dije si podía despedirme de mi hermana y de todos los que continuaban
presos. El me contestó, que él no tena autoridad para eso, ya que era la
guardia de la cárcel la que podía o no autorizarme para saludar en forma de despedida
a mis compañeros y a mi hermana. Fui hasta allí y pregunté si podía ver a los
demás; la respuesta fue rotunda, "no se podía ver a nadie y que ahora
éramos todos unos santos".
Me encaminé
hacia la casa que mis padres habían construido en su juventud y la hallé
convertida en un pajar; pajar que uno de los vencedores utilizaba para el
almacenamiento de esta materia alimenticia para el ganado.
Las
perspectivas que se me presentaban eran francamente sombrías: sin familia, sin
ayuda de nadie por temor a represalias y porque nadie de los nuestros podía
mantener a otra persona con los medios de que disponían.
Las casas de
aquel pueblo estaban sin puertas, ni ventanas, excepto las que ellos utilizaban
para almacenaje de útiles de labranza o granero.
A medida que
íbamos saliendo de las cárceles, nos íbamos haciendo cargo de las viviendas
abandonadas cuando los fascistas ocuparon estos pueblos el 15 de Septiembre de
1936. Los que quedaron en el pueblo se hicieron dueños absolutos de todo, bien
al fusilar a su legítimo dueño o bien porque estos estaban en las cárceles.
Aquel pueblo
presentaba un aspecto desolador, una parte de sus moradores estaban
aterrorizados por el horror de la masacre, que sobre sus deudos habían llevado
a cabo los caciques, que en su día amenazas harían.
Como yo
estaba recién salido de la prisión, las gentes tenían miedo a dirigirme la
palabra, porque consideraban que podían correr un riesgo si así lo hacían.
Por fin me
puse en contacto con una prima mía, que desafiando los prejuicios me informó de
todo cuanto yo deseaba conocer, al mismo tiempo que me ofrecía su casa para que
pudiera organizar mi vida.
Ella misma
me dijo que mi hermano (Antonio), el que se había perdido en la huida de Málaga, estaba
en la casilla de Peones Camineros del Santocristo con otros parientes nuestros
que lo habían recogido al regresar. También me dio a conocer, que mi hermano (Rafael) de
15 años estaba trabajando en lo que le salía para ayudar en lo que fuera
posible.
He contó mi
prima, que cuando ellos regresaron al pueblo, después de tratar de huir a la
zona roja por la carretera de Almería, al igual que hicimos nosotros, les
obsequiaron con vasos de aceite ricino y un pelado al cero para todos los que
iban llegando, mujeres y hombres. Todo esto con gran regocijo de sus ruines
anfitriones.
Cuando llegó
la noche y al regresar mis hermanos, mi primo Antonio y Andrés, el marido de mi
prima, nos abrazamos emocionados y estuvimos toda la noche contándonos los
acontecimientos que unos y otros habíamos vivido en los 3 años que estuvimos
separados por causa de la guerra.
A mí se me
presentaba una perspectiva muy sombría, como he citado anteriormente, pues no
me daban trabajo, por mi condición de ex presidiario y tenía seis miembros de mi familia en distintas cárceles
españolas. Mi hermano (José), el que vivió conmigo la odisea de Gobantes a Almería
estaba en un penal de Navarra, otro hermano había sido hecho prisionero en
Madrid, otro en Guadalajara, mi padre y el hermano que estaba enfermo, en Campillos
y mi hermana, que había sido trasladada, a la prisión de mujeres en Málaga.
Los dos menores
y yo éramos los que estábamos
"libres" y yo decidí actuar, convirtiéndome en cabeza de familia. Lo
primero que hice fue recurrir a las autoridades para que me entregaran nuestra
casa, para así poder dejar la de mi prima, en la que vivíamos desde que yo
abandoné la cárcel y me reuní con mis hermanos menores.
Primero me
entrevisté con el alcalde, y le dije que la casa era de mis padres y que yo la
necesitaba, para tener donde poder cobijarnos mis hermanos y yo. El alcalde me
dijo que la casa la habíamos abandonado y que no teníamos derecho a reclamar
nada. Yo no ignoraba que habíamos perdido la guerra, también sabía que nos
hallábamos en el punto álgido de las depuraciones franquistas y como algunos me
recordaron, podía volver a la cárcel otra vez.
El dueño de
la paja que había almacenada en mi casa, no era de aquel pueblo y cuando fui a
hablar con él me dijo que la casa se la habían dado a él y que ademán él no
tenía sitio donde meter la paja, que allí había almacenada.
Volví de
nuevo a dialogar con el alcalde y le expuse la negativa que recibí del intruso
y no me dio solución alguna, ya que según decía, no podía obligarlo a desocupar
la casa.
Estábamos
comentando lo peligroso que resultaba hacerse molesto, en aquellos momentos, si
tenemos en cuenta que yo me encontraba en libertad provisional y que cualquiera
que se quejara de mí, por mis exigencias, podía dar con mis huesos en prisión.
Todo esto sucedía en el año 1939.
A pesar de
todo lo anteriormente citado, yo continué reivindicando aquella casa, porque no
podía cruzarme de brazos y seguir viviendo en casa ajena, teniendo yo la mía
propia.
Las autoridades
locales no me solucionaron este problema y tuve que recurrir a las autoridades
de Campillos, que era la Cabeza de Partido de la comarca de Peñarrubia. En
Campillos me atendieron con más razonamientos que en mi pueblo. Al decirme el
juez que las cuentas estaban al día y que la casa aún estaba a nombre de mi padre,
puesto que mi hermano pequeño había pagado la contribución atrasada por nuestra
ausencia, por lo que teníamos derecho a ella. También me dijo aquel señor, que
me pusiera en contacto con el que ocupaba la casa, y que diera un tiempo
razonable para desalojarla sin causarle perjuicios. Así lo hicimos y al poco
tiempo entregó la vivienda. Nosotros la acondicionamos lo mejor que pudimos y
nos alojamos en ella.
Durante esto
período, que he venido narrando, íbamos adentrándonos en los famosos años 40,
en que una vez acabada la guerra hizo aparición el hambre y, las enfermedades,
llevándose por delante a muchas personas que se alimentaban de hierbas y otras
plantas comestibles que el campo proporcionaba.
Yo contaba
ya 20 años de edad y no me resignaba a morir de hambre, ni a que lo hiciera
algunos de los míos.
Cuando
anochecía, salía con un saco liado a la cintura, para así disimular su
presencia y me desplazaba a 8 o 9 kilómetros del pueblo para llenarlo de lo que
encontrara en el campo; unas veces traía coles, otras veces batatas, habas,
membrillos, granadas, patatas o lo que diera la época. Regresaba cansado de
andar toda la noche cargado de comestibles; comestibles que distribuía entre
los más necesitados, por no poder estos buscarse la vida como lo hacíamos los
más jóvenes y arriesgados.
Los
productos que la naturaleza nos proporcionaba pronto se vieron agotados por la
gran demanda que la población hacía de los mismos. Las batatas y patatas eran
los alimentos más preferidos por todos y por esta razón, eran los más difíciles
de conseguir: Se dieron casos en que los caciques denunciaban en el Cuartel de
la Guardia Civil las sustracciones de que eran objeto por parte de la población
de los productos que ellos cultivaban.
—"Nuestros
hijos también van a por habas y coles a los campos -les decían los guardias
civiles- así que si ustedes no quieren que les sustraigan las batatas, habas,
patatas y demás, póngale en cada planta un kilo de pan y ya verán como no les quitan
las habas y demás frutos."
Yo estaba
siempre como las hormigas acarreando, acarreando y acarreando. Cuando tenía
cierta cantidad de alimentos, preparaba un gran paquete y se lo llevaba a mis
familiares presos en Campillos, que dicho sea de paso, ya eran tres, puesto que
el que estaba en Guadalajara (Juan) lo habían trasladado hasta allí. El paquete que yo preparaba siempre que reunía
suficientes comestibles, me lo echaba al hombro y andando lo llevaba hasta Campillos,
que distaba 11 kilómetros de mi pueblo como ya dijimos.
Cárcel de Campillos |
Encarnación,
exponiéndose a todo, se negó heroicamente a seguir siendo de diversión a los
energúmenos fascistas. Una noche fue llevada junto con otras mujeres al
cementerio, dónde fueron fusiladas. Encarnación no había fallecido por los
disparos que sobre ellas hicieron y en el transcurso de la noche se había ido
desplazando hasta la cancela del Camposanto, donde a la mañana siguiente se
halló aferrada a la verja con las manos crispadas por su prolongada agonía.
Otro de los
relatos que merece la pena exponer es el siguiente y tiene mucho que ver con el
anterior, puesto que se trata de un hermano de Encarnación: Este hombre había
huido hacia la sierra al terminarse la guerra (se llamaba Frasquito "el Bailarín") y se refugió en las montañas de Gobantes. Éstas montanas eran habitualmente
frecuentadas por los leñadores de Peñarrubia y en particular por los que tenían
hornos para cocer el pan, ya que en aquella época estos hornos eran calentados
con leña y en los alrededores del pueblo no la había.
Frasquito "el Bailarín", era de nombre Francisco Santos Rivas, y según el testimonio de los familiares en la Causa General 1058 Exp. 5, fue uno de los máximos responsables de los crímenes cometidos en Peñarrubia en las primeras semanas de la Guerra civil. Fue fusilado el 6 de diciembre de 1939. Tenía 29 años.
Cierto día,
uno de aquellos leñadores notó que las viandas que llevaba le habían
desaparecido del lugar dónde él las había dejado. Otro día le ocurrió otro
tanto. El leñador al quedarse varios días sin comer, por la misteriosa
desaparición de sus alimentos, optó por averiguar qué era lo que sucedía.
Atisbó cuidadosamente y comprobó que se trataba del "Bailarín". Este
no vio al leñador, quien no quiso hacerse ver, pero al regresar con la leña al
pueblo, como tenía que pasar por la estación de Gobantes, denunció allí la
presencia del fugitivo a los falangistas, que se encontraban esperando la llegada
de refugiados de la zona roja,
para detenerlos, al igual que poco antes habían hecho con todos nosotros.
Al conocer
la autoridad la existencia de aquel fugitivo, se dispuso a capturarlo
inmediatamente. Así fue sin que ofreciera la menor resistencia lo hicieron
prisionero y lo condujeron hasta la citada estación.
Allí estaba
yo casualmente, yo que había ido a llevar a mi madrina en una bestia, para que
viajara hacia Antequera, por dedicarse ésta a llevar y traer artículos de los
que el pueblo carecía. Como yo tenía que regresar a Peñarrubia y el preso
también tenía que ser trasladado hasta allí, coincidimos en el desplazamiento y fuimos juntos. Dos falanges eran
los encargados de llevar al preso. Los dos guardianes eran del pueblo; uno de
ellos, Juan Galván Santos, era guardia jurado. El otro era uno de los caciques,
que se había hecho
falangista durante la
guerra.
El preso
había sido maniatado, pero a 1 kilómetro de la estación lo soltaron y lo
hicieron subirse conmigo en la bestia. Los guardianes continuaron a pie, detrás
de nosotros. La escolta empezó a dialogar con el preso diciéndole:
—"¡Mira!,
si tú no te has manchado las manos en sangre, no tienes nada que temer".
—“Yo
-contestaba él- no he matado a nadie, lo único que hice fue darle sepultura a
varios de ellos."
—"¡Hombre!
-continuaron ellos- eso es una obra de caridad. No te preocupes, que nada ha de
pasarte”.
Cuando ya el
poblado estaba a la vista, lo volvieron a maniatar para que no les llamaran la
atención, por haber conducido al preso libre de sus ataduras.
En la
entrada del pueblo ya lo esperaban unos cuantos fascistas, deseando caer sobre
su presa como aves de rapiña.
Yo seguí caminando montado en el animal,
que nos había servido a los dos de medio de locomoción, observando como al
llegar a la altura de aquellos facinerosos, el preso fue abordado por éstos,
que fieramente se ensañaron con él, enarbolando sus armas y golpeándole de una
manera brutal, sin que la escolta que lo conducía hiciera nada por evitarlo.
El engaño de
que habíamos sido objeto en Murcia, con respecto a tener las manos limpias, se
había repetido con aquel infeliz, que confió en las promesas hechas durante su
traslado.
Fue conducido
posteriormente a la prisión, en cuya pared aún estaba plasmada la huella de
aquel joven, que arrojó su camisa ensangrentada después de haber sido torturado
por los enlutados asesinos.
En este
lugar permaneció varios días, después y antes de que las heridas, ocasionadas
por sus verdugos, hubieran cicatrizado, lo llevaron al cementerio de Málaga,
donde fue vilmente asesinado con otros valiosos compañeros (6 de diciembre de 1939).
Continuando
con las vicisitudes que estábamos soportando la clase trabajadora y la
prosperidad que estaba experimentando la burguesía, cabe destacar lo siguiente:
A todos los que por motivo generacional vivimos los fatídicos años 40, jamás se
nos olvidarán.
Con la
cerrazón y repugnancia que los patronos
sentían hacia los trabajadores y la potestad, que el régimen fascista les
otorgaba sobre los mismos, la vida resultaba humillante, para todos nosotros.
Los patronos aprovechándose del hambre del pueblo, daba trabajo, pero solamente
por la comida.
Tan
catastrófica era la situación, que muchos tuvimos que buscar trabajo en otros
pueblos, en cuyos cortijos había un poco menos de triunfalismo.
Yo hallé
trabajo en un cortijo llamado "Montemayor", en las inmediaciones de
la famosa estación de Bobadilla. Aquí empecé ganando 2,50 pesetas diarias y
comida.
El trabajo
que yo realizaba era agotador; los dueños me decían que todos los días llegaban
obreros al cortijo ofreciéndose por la comida nada más. A mí no me extrañaba
que fuera así, puesto que yo también había trabajado por la manutención, allí
en nuestro pueblo.
Algunas
veces, el dueño y yo hablábamos sobre todo esto y yo le decía, que no había
derecho a emplear obreros solamente por la
comida, cuando todos tenían familia que mantener. Yo esperaba que me despidiera de un momento a
otro, debido fundamentalmente a mi forma de ver la cuestión, pero no sucedió
así y me mantuve en aquel cortijo bastante tiempo, a pesar de que todos los
trabajadores de las zonas rurales estaban controlados por las autoridades de
sus respectivas jurisdicciones. Estas medidas tan severas, eran motivadas por
la cantidad de hombres que se habían echado a la sierra al terminar la guerra y
que eran perseguidos de forma implacable.
Los dueños de la finca en que yo trabajaba, sabían todo lo relacionado conmigo y
mi familia, pero cuando vieron mi comportamiento laboral, me ofrecían toda la
comida que necesitara, y además me daban tabaco y me trataban con amabilidad y
respeto.
Yo hablaba a los dueños con cierta confianza. Un día estábamos trabajando juntos (ellos también
trabajaban) y les dije que tenía dos hermanos menores pasando hambre en el
pueblo y que uno tenía 17 años
y el otro 10; les pedí que les diera trabajo a los dos, para que al mismo
tiempo que los quitaba de pasar hambre pudiéramos estar todos juntos y así
poder mandar algo a los que estaban presos.
Estos señores me dijeron que tenían poco trabajo, pero que de todas formas podía
llevarlos para verlos.
Cuando terminó mi jornada de trabajo, me puse en camino para ir al pueblo y hablarle a
mis hermanos sobre aquel asunto. Llegué muy de noche, ya que la distancia entre
el cortijo y el pueblo era de unos 14 kilómetros, que yo hacía andando. Lo
comenté a mis hermanos y ellos quedaron satisfechos con la proposición que yo les hice.
Otro de los relatos que pudimos oír, de los que habían
quedado cortados por las tropas fascistas en Motril, fue el referente a un padre
y a su hijo.
"El gallo", que era el apodo por el que conocíamos a
padre e hijo, estaban presos en la improvisada prisión, en que yo había
permanecido aquellos meses.
Con el apodo de "El Gallo", se conocía en Peñarrubia a Francisco Naranjo
Una de aquellas tardes grises del mes de Octubre fueron conducidos, padre e
hijo, hasta el cementerio de Peñarrubia para cavar una fosa, donde yacerían sus
cuerpos aquella misma noche.
Los esbirros sicarios que los escoltaban mofábanse de ellos con un
sadismo cruel, diciéndoles:
-"Esta fosa, que vosotros estáis cavando, va a serviros a
vosotros mismos esta noche".
Efectivamente, aquella misma noche fueron sacados de la prisión en
compañía de otros cuatro camaradas, para fusilarlos a todos ellos, pero no era
solamente el acto de fusilamiento el que contenía el relato, sino la sádica
burla que sus verdugos emplearon para divertirse con los que iban a ser
asesinados.
Uno de los asesinos, para darle emoción al espectáculo, se
dirigió a uno de sus compañeros y le dijo:
-"Para ver la reacción de estos vamos a liquidar primero al hijo y después al padre."
Todos los presentes presenciaron aterrorizados
al desenlace macabro impotente para hacer un acto de defensa, ya que
iban maniatados con alambre, presionado por los alicates para impedir el menor
movimiento de sus manos.
Cayó primero el hijo, porque los asesinos no habían aceptado la petición del padre, en el sentido de ser él el primero en
morir, para no ver aquel tremendo crimen que se iba a cometer con su hijo en su
presencia.
El conocimiento de este fidedigno relato fue posible, porque uno de los que
se presentaron voluntarios para llevar a cabo aquel criminal episodio, lo
narraba con satisfacción a todos cuantos quisieran oírle.
A:mí me daba mucha pena ver trabajar a mis hermanos pequeños, pero al mismo
tiempo, me encontraba contento porque al menos no pasaban hambre.
Cada 15 días íbamos al pueblo para cambiarnos de ropa.
El tiempo que teníamos libre eran 24 horas por quincena; el día que teníamos de descanso lo
pasábamos en casa de mi prima Isabel, que era la que se encargaba de tenernos
la ropa preparada. Ella se ponía muy contenta al ver que estábamos más robustos
y con un aspecto saludable, debido fundamentalmente a nuestras vidas al aire libre y a que nos alimentábamos bien en
el cortijo, en que trabajábamos. Los del pueblo seguían comiendo hierbas
cocidas y todo lo que hallaran en el campo.
Inesperadamente, se me presentó otro problema muy difícil de solucionar y es
que como he dicho anteriormente, yo cada 15 días tenía que ir al pueblo para
poder cambiarme de ropa y preparar los paquetes para llevárselos a mi familia,
presa en Campillos. Los fascistas me esperaban en cualquier parte ocultos y
cuando yo pasaba me salían al encuentro, me agredían al mismo tiempo que me
decían que no querían verme por el pueblo y menos que pasara por delante de ellos.
Yo no es que deseara verlos, pero como no tenía más remedio que pasar
junto al lugar en que se encontraban, tenía a la vez que aguantar insultos y amenazas.
Una noche que caminaba yo por las afueras del pueblo, fui agredido
brutalmente, por un grupo de fascistas, que esperaban escondidos tras los muros
de unos corrales, situados a la espalda de las edificaciones. Después de la
agresión, me amenazaron, en el sentido de que no querían verme más por el pueblo y si lo hacía tendría que atenerme a las consecuencias.
Yo para evitar complicaciones, opté por no ir más al pueblo, con
el exclusivo propósito de no tener ocasión para en cualquier momento de
excitación repeler la agresión y volver otra vez a la cárcel, dejando en la
indigencia a mis hermanos y abandonado a mis familiares presos.
Me quedé una buena temporada en el cortijo y mis hermanos me traían
todo lo que yo necesitaba, particularmente ropa limpia.
Transcurría el mes de Diciembre de 1939 (1.12.1936), una noticia se extendió por
toda la comarca y era que los presos que estaban en Campillos iban a ser
trasladados. Inmediatamente me puse en marcha para comprobar la veracidad de
aquellos rumores.
Así era, debido a un intento de fuga, los presos serían
trasladados a Málaga para mayor seguridad.
El comentario generalizado era, que los presos habían logrado
hacer un túnel en uno de los muros de la cárcel; pero un chivato frustró el
intento, al comunicar a la guarnición la existencia de aquel túnel.
Como consecuencia de aquel intento de fuga, el primer hombre que intentó salir por el túnel, fue abatido por un disparo de pistola en la cabeza, cuando éste se
asomó por un husillo al exterior.
El autor de este bárbaro crimen fue un chivato, que en aquel momento pasaba por aquel lugar
(placeta), lo vio, sacó la pistola que llevaba y sin más consideración lo
asesinó vilmente.
Estos eran los comentarios que se hicieron en Campillos acerca de este impune
crimen.
Al conocer la noticia del traslado de los presos a la prisión de
Málaga, me puse inmediatamente en camino hacia Campillos para comprobar la
veracidad de la misma.
Efectivamente, así fue y cuando llegué a esté pueblo, los presos iban conducidos por una
escolta de la guardia civil hacia la estación, que dicho sea de paso distaba
unos 2 kilómetros de la localidad. Los detenidos marchaban en fila de a cuatro,
durante el recorrido intenté acercarme a los míos (su padre y su hermano
Francisco) para despedirme de ellos, pero un guardia me lo impidió, empujándome
de forma violenta.
Cuando llegamos a la estación intenté otra vez aproximarme a ellos para
poderlos abrazar, pero igualmente fui violentamente agredido por la bestia que
de esta manera repetía la vil acción.
Desde el otro lado de la vía, al que me desplazaron, con los métodos
habituales en ellos, pudo observar con tristeza como los iban introduciendo en
los vagones.
El tren partió, sin que pudieran
los presos despedirse de sus familiares, agitando los brazos, al llevarlos
atados a la espalda para impedirles el menor movimiento.
Esta expedición compuesta por unos 200 hombres, salió para la prisión provincial de Málaga,
como dije, o mejor dicho aún, para el matadero, puesto
que la mayoría de los componentes de dicha expedición ya habían sido juzgados y
condenados por los tribunales a la pena de muerte. Entro estos condenados, se
encontraba mi padre.
A partir de esta fecha, todos los días que tenía libre en el
cortijo los iba a descansar a Peñarrubia. Yo ya estaba decidido al enfrentarme
a todo lo que pudiera sucederme con respecto a las amenazas y agresiones
soportadas por la terrible pesadilla, que suponía volver a la cárcel
abandonando a todos cuando más me necesitaban; pero no sé por qué aquellos
energúmenos ya no volvieron a molestarme más, de momento.
Entretanto, la guerra mundial, había estallado y cómo a mí me
gustaba enterarme de cómo iban los acontecimientos en centroeuropa, marchaba a
Bobadilla, obtenía el periódico y así sabía que los alemanes avanzaban por
todos los frentes del este, sembrando el terror al igual que había hecho Franco
en toda España. Pero Franco después de asolar España, de extremo a extremo, no
pudo imponernos a los españoles democráticos el flamante régimen plagiado de
Mussolini. "Liquidó" a la intelectualidad generacional, aplastó a los
hombres más combativos, fundó las instituciones
represivas más feroces de la Historia, obligó a refugiarse en las
montañas a miles de defensores del régimen legalmente constituido, forzó la
emigración y si a España hubiera sido posible observarla en toda su extensión,
desde un lugar prominente, hubiéramos visto un crespón inmenso de color negro,
cubriendo a nuestra traicionada piel de toro.
La vida que los combatientes vencidos llevaban en las montañas, a las
que habían tenido que huir para no ser
pasados por las armas, resultaba dura y arriesgada.
Se organizaban batidas que ocasionaban infinidad de víctimas en
ambos bandos, pero en las condiciones en que se defendían nuestros camaradas,
las víctimas, tenían mayor preponderancia en su lado que en el de los cazadores
de hombres.
Ya había terminado la guerra en todos los frentes de España, pero entonces fue cuando empezó la que podíamos denominar como "la guerra de
los 40 años".
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