LA GUERRA DE INDEPENDENCIA EN CAMPILLOS. 18 DE MARZO DE 1810

 

Albert Jean Michel Rocca

Francia firmó con España, en octubre de 1807, el «Tratado de Fontainebleau», por el que permitió la entrada en nuestro país de las tropas de Napoleón con el fin de invadir Portugal, que era aliado de Inglaterra, con quien Francia estaba en guerra. Pero los acontecimientos posteriores dejaron claro que la segunda intención de Napoleón, era invadir la península para derrocar a la dinastía de los Borbones y suplantarla por su propia dinastía, en la persona de su hermano José Bonaparte.

El 2 de mayo de 1808 militares españoles se sublevaron en Madrid contra los invasores franceses, dando comienzo la Guerra de la Independencia. El 6 de junio de 1808, José Bonaparte, pasó a ser nombrado por Francia, como rey de España con el nombre de José I.

La Guerra de la Independencia llegó a Andalucía el 20 de enero de 1810, cuando 60.000 soldados franceses, a las órdenes del Mariscal Soult, entraron en la región por Despeñaperros. Desde ese lugar, los franceses avanzaron en diversas direcciones; el general Horace Sebastiani entra en Jaén el 23 de enero, el 28 llega a Granada, el 2 de febrero en Antequera, y por último, el 5 de febrero entran por Teatinos y conquistan Málaga.

Mosaico obra del artesano ceramista Paco Hidalgo (2019) y ubicado en el Parque de los Héroes del Combate de Teatinos de Málaga.

Por otra parte, el general Claude Víctor Perrin, toma Córdoba el 26 de enero, y el 31 entra en Sevilla. El 1 de febrero escribía José Bonaparte a Napoleón: “Andalucía está pacificada; el orden se restablece”. La ciudad de Ronda cae sin resistencia el 10 de febrero de 1810, ocupada por un Regimiento de Húsares. La noticia provocó la sublevación de los pueblos de la serranía rondeña contra el invasor francés.

Con la intención de conocer de primera mano todo aquello que le contaban sobre Andalucía, José I parte de Madrid hacia el Sur en enero de 1810. Le acompañan entre civiles y militares más de 6.000 personas, entre ellas su ministro de la Gobernación Marqués de Almenara

Tras una penosa marcha, y haber pasado con anterioridad por otras ciudades, llega a Ronda, el 28 de febrero de 1810. Permaneció en ella tres días, hasta el 2 de marzo, alojado en la mansión de José de Moctezuma y Rojas, antiguo Brigadier de los Reales Ejércitos y Teniente de Hermano Mayor de la Real Maestranza, con casi 80 años de edad. Al marcharse el rey José I, dejó de guarnición doscientos cincuenta húsares del IIº Regimiento y trescientos infantes de su Guardia Real, nombrando al coronel Jean Claude Baussain, gobernador civil y militar de Ronda.

Continuando con su viaje, el 4 de marzo llegó el rey a Málaga, donde permaneció nueve días, hasta el 13 de marzo, hospedándose en el Palacio de Trinidad Grund. Hacía poco más de un mes, el 5 de febrero, que un poderoso contingente del IV Cuerpo Imperial con el general Horace Sebastiani al frente, había entrado en Málaga a sangre y fuego, conquistado la ciudad con duros combates que provocaron muchísimos muertos.

JOSÉ BONAPARTE

Hago esta breve introducción sobre la guerra en Andalucía en esos primeros meses de 1810, para tener un conocimiento del contexto histórico en el que se desenvuelve la Crónica siguiente que voy a desarrollar.

El 18 de marzo de 1810, cinco semanas después de la entrada en Ronda del ejército francés, y algo más de dos semanas de la estancia de José I, en Campillos, por motivos que más adelante veremos, se produjo una lucha desigual entre vecinos del pueblo y soldados franceses, que según testimonios se inició en la Cruz Blanca. El resultado final fue una masacre en la que murieron más de cuarenta campilleros, “algunos de ellos de los más principales”, la mayoría fusilados o pasados a cuchillo o bayoneta, con el consiguiente saqueo e incendio posterior de muchas casas del pueblo.

Del relato de este hecho ya se ocuparon, como veremos al final de la Crónica, Antonio Aguilar y Cano, en el libro “Apuntes históricos de la Villa de Campillos”, escrito en 1890. También lo hizo Baltasar Peña Hinojosa, en su libro “Pequeña historia de la Villa de Campillos”, escrito en 1960. Y por último, también Rafael B. Jordán Gómez, en su artículo “Campillos en la Guerra de la Independencia: Memorias de un oficial francés”, que publicó en 2003.

Rafael B. Jordán, además realiza una aportación definitiva y concluyente a esta historia, y son las memorias escritas por un teniente del ejército francés, Albert Jean Michel Rocca, que vivió en primera persona aquellos sucesos, y que las plasmó en el libro «Mémoires sur la guerre des français en Espagne»

Dice Rafael sobre este libro:

He de reconocer que me entusiasmó la lectura de estas memorias, siendo valiosa su aportación de un punto de vista distinto de la contienda, y también desapasionado, pues el autor llega comprender perfectamente los sentimientos del pueblo español y considera justa su lucha contra el ejército invasor. Pero estas memorias nada tendrían de particular si no fuera porque ese teniente de Húsares estuvo con su guarnición en Ronda, plaza que se vieron obligados a evacuar ante la inminencia de un ataque de los patriotas, retirándose a Campillos, donde llegaron el día 14 de Marzo de ese año de 1810 y, en consecuencia, vivió en primera persona las circunstancias que rodearon aquella masacre, que debió ser más horrible aún de lo que nos relatan las crónicas españolas de la época, pues lacónicamente nos confiesa el propio Rocca “(...) Nuestros húsares, al volver al pueblo, pasaron a cuchillo a cuantos habitantes hallaron armados, y se les permitió entregarse al pillaje”

Albert Jean Michel Rocca, (Ginebra, 27 de enero 1788 - Hyères, 31 de enero 1818), con solo veintidós años, participó en la guerra de la Independencia en España, sirviendo como oficial de Caballería del IIº Regimiento de Húsares del Ejército Imperial de Napoleón. Con anterioridad, había participado con su Regimiento en la guerra entre Francia y Rusia, que finalizó en junio de 1807 con la batalla de Friedland y la paz de Tilsit.

Un año después, a finales de 1808, su Regimiento recibió la orden de salir de Prusia para ir a España, donde el ejército de Napoleón estaba en guerra con el pueblo y el ejército español.

En octubre de 1808, el teniente Rocca entró en España por Irún, cruzando el río Bidasoa.

Formando parte de las divisiones encargadas de la persecución de los guerrilleros (Francisco Espoz y) Mina y (Juan Díaz) Porlier llegó hasta Logroño. Recorrió después la Rioja y ambas Castillas, pudiendo observar que en todas las provincias invadidas campeaban guerrilleros de tanto prestigio, como éstos, y que los franceses no sosteniéndose sino por el terror, avivaban el odio nacional con sus depredaciones para subsistir y sus sanguinarias represalias, en la creencia de escarmentar el país. Desde Madrid marchó a Andalucía y cruzando por Andújar, Córdoba. Écija y Carmona entró en Sevilla, dirigiéndose luego por Utrera y Morón a Ronda, donde se encontraba de guarnición su Regimiento.

19130808 La Correspondencia Militar

En el curso de una emboscada entre Ronda y Setenil, el 1 de mayo de 1810 es herido gravemente, quedando inválido de una pierna, por lo que se ve obligado a regresar a su país y abandonar su carrera militar.

Su buena estrella, tuvo, como era consiguiente, el funesto eclipse; pues escoltando un convoy de paja que regresaba de Setenil ya a la vista de Ronda, fue mortalmente herido de dos balazos, y por milagro pudo arrastrarse y llegar a la ciudad. Entre la vida y la muerte pasó muchos días (cincuenta); a su juvenil edad y a la caridad de sus patrones, nobilísimos y principales rondeños cuyos nombres silenció, quienes no solamente le curaron con paternal amor, sino también protegieron su vida de los serranos asaltantes de Ronda, debió verse lo bastante restablecido para volver a su Patria.

19130808 La Correspondencia Militar

En el invierno de 1812 a 1813, cuando la Guerra de la Independencia no había acabado aún, Albert Jean Michel Rocca escribió «Mémoires sur la guerre des français en Espagne». Lo publicó en 1814, primero en Londres, y luego en Paris. En 1815 las memorias de Rocca, fueron traducidas al inglés, y en 1816 a nuestro idioma.

Falleció muy joven, en 1818, con tan solo treinta años.

El ejemplar del libro con las memorias de Rocca, con el que he realizado esta Crónica, es una traducción al castellano realizada por Ángel Salcedo Ruiz, auditor de Brigada del Cuerpo Jurídico Militar, y fue publicado en Madrid en el año 1908. En esta traducción del libro, es en la que Rafael B. Jordán también se apoyó para escribir su artículo hace veinte años.

También he podido consultar las memorias que se tradujeron al inglés por María Grahan, y que se publicaron en 1815 con el título «Memoirs of the war of the french in Spain»


Las memorias, según su traductor al castellano, Ángel Salcedo, “es quizás el mejor documento histórico para comunicar al público una impresión exacta, al menos en sus líneas generales, y en muchos de sus pormenores, y a la vez emotiva y agradable, de la gran lucha de hace un siglo”. El libro fue calificado en su momento de ameno, doctrinal y fresco, pintoresco y de gran sabor local”

Voy a trascribir solo parte del libro de memorias, abarcando desde el momento en que el teniente Rocca, entra en Andalucía por Despeñaperros (página 139), hasta el regreso del general Peyremont a Málaga, tras la matanza en Campillos y la reconquista de la ciudad de Ronda (página 193), dejando de guarnición en dicha ciudad, al Regimiento de húsares  del teniente Rocca, mas doscientos soldados de infantería polacos del batallón de Guardias del rey.

Aunque no viene así en el libro, la Crónica la he dividido en una serie de apartados relacionados con la llegada del teniente Rocca a los distintos pueblos y ciudades por los que pasó.

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«Permanecimos casi un mes en La Rioja, mientras que el general (Louis Henri) Loison cobraba las contribuciones atrasadas, y tomamos después el camino de Burgos para ir a incorporarnos a nuestro regimiento en Andalucía.

Llegamos a Madrid el 15 de enero (1810), y estuvimos cinco días en una aldea próxima a la capital, esperando otro destacamento del cuerpo que venía directamente de Francia con bagajes, dinero y gran número de caballos de remonta; lo mandaba un Ayudante Mayor que tomó la dirección de toda la columna, y así atravesamos la Mancha, hasta Santa Cruz (de Mudela), lugar situado al pie de Sierra Morena. 

Estas montañas que separan la Mancha de Andalucía están pobladas por colonos que hizo llevar a España el conde de Olavide, en 1789, (fue a partir de 1767) de diferentes partes de Alemania. Los más viejos de los colonos nos seguían a pie, durante horas enteras, para darse el placer, antes de morir, de hablar su lengua materna con algunos de nuestros húsares, que eran alemanes. […]

SEVILLA

Después de haber cruzado Andújar. Córdoba, Écija y Carmona, llegamos a Sevilla, donde recibimos la orden del mariscal Soult (general en jefe del ejército francés en Andalucía) de incorporarnos a nuestro regimiento en Ronda, ciudad situada a diez leguas de Gibraltar. Estábamos asombrados de la profunda tranquilidad que reinaba en las llanuras de Andalucía; la mayor parte de las grandes ciudades habían enviado diputaciones al rey José; pero la tranquilidad era aparente, y solo existía en los llanos, ocupados por numerosas tropas; los habitantes de los reinos de Murcia y de Granada, de la provincia de Ronda y, en suma, de todas las montañas que atraviesan o rodean a la región, o la separan de Extremadura y Portugal, habían tomado simultáneamente las armas.

MORÓN (11)


Salimos de Sevilla el 18 de marzo (*), para ir a pernoctar en Utrera, y el 19 (*) fuimos a Morón, pueblo al pie de las montañas de Ronda; los habitantes de Morón estaban en vísperas de juntarse a sus vecinos los serranos, que hacía tiempo se habían levantado en masa.

(*) En estas fechas hay un error. Posiblemente sea el 10 y 11 de marzo, ya que el 18 de marzo, el teniente Rocca estaba ya en Campillos. La fecha del 18 de marzo aparece tanto en el libro de memorias traducido al inglés, como el traducido al castellano.


Cuando llegamos, gran parte de la población de Morón estaba reunida en la Plaza Mayor; los hombres nos miraban con expresión de mal contenido furor, y seguían con los ojos nuestros menores movimientos, no para satisfacer una vana curiosidad, sino queriendo acostumbrarse a la vista de unos enemigos con quienes se proponían pelear dentro de poco, y desvanecer así ese terror a lo desconocido que es tan poderoso sobre las imaginaciones de los meridionales. Algunas mujeres ostentaban en sus trajes, de tela inglesa, el retrato de Fernando VlI y de los generales españoles que más se habían distinguido haciendo la guerra a los franceses. 
Cuando advertimos la fermentación que había en el pueblo, resolvimos alojarnos juntos en tres casas contiguas. Si nos hubiéramos dispersado para pernoctar, probablemente habríamos sido degollados todos durante la noche.
No teníamos más que un reducidísimo número de hombres en disposición de combatir, porque llevábamos muchos caballos de remonta, escoltando además la caja del regimiento, un considerable depósito de equipos; todo lo cual iba a lomo de asnos y mulos, y hacía nuestra marcha lenta y difícil. 
Un aposentador y yo éramos los únicos del destacamento que, habiendo estado antes en España, podíamos hablar en la lengua del país; el aposentador permanecía siempre al lado del Ayudante Mayor, para servirle de intérprete, y yo me adelantaba diariamente una hora al grueso del convoy, para preparar en los lugares donde debíamos hacer alto los víveres y alojamientos.

CAMINO DE OLVERA (12)


Al salir de Morón entramos en las montañas o serranía de Ronda, para ir a dormir a Olvera. Como todos los días, me puse en marcha un poco antes, acompañado por un húsar y un brigada, escogido entre los reclutas provisionalmente para desempeñar funciones de furriel. 
A dos leguas de Morón llamé a la puerta de una casa de campo, y salió un hombre, ya de edad madura, temblando; le pedí de beber, me sirvió con extraordinario celo, y noté que tenía en la casa cinco contrabandistas armados que temían ser descubiertos.
En esto llegó la vanguardia, y temeroso yo de no llegar con tiempo suficiente a Olvera, para preparar el alojamiento, di mi caballo al húsar para que lo llevase de la rienda, y monté en el de un guía que habíamos tomado en Morón; de una carrera me puse a la vista de Olvera, dejando muy atrás a mis acompañantes; el grueso de la columna marchaba lentísimamente, por ser el camino montuoso y difícil, e ir el ganado extenuado por tantos meses de caminata.
Un valle profundo y desnudo de árboles, al que había que bajar por abrupto sendero, me separaba de Olvera, emplazada entre rocas, en la cresta de una colina que domina todo aquel campo. 
A medida que yo corría, los campesinos que cultivaban la campiña, reunidos en grupos de ocho o diez, se preguntaban unos a otros con asombro sobre cuál podía ser la causa de mi aparición en la comarca, y dejando el trabajo, venían a verme pasar, poniéndose junto al sendero. Los habitantes de Olvera, por su parte, habían advertido mi presencia, hacía rato, y los veía yo formando una multitud sobre las rocas, y observándome atentamente.
Empecé a temer que no hubiese franceses en Olvera, como había creído, y fui descendiendo al valle, cada vez más inquieto ante la creciente agitación que observaba en torno mío. Por un instante dudé de si debía volver sobre mis pasos; pero resolví al punto avanzar de nuevo a todo riesgo; el caballo que montaba estaba fatigado de la carrera que le había hecho dar, y el camino hacia atrás en cuesta arriba y muy escabroso. 
Aún andaba reflexionando sobre el mejor partido que me convendría tomar, cuando me rodeó una turba de labradores, armados de azadones, que me habían venido siguiendo por el sendero. Preguntáronme de que provincia era, adónde iba y qué noticias traía, Por el género de preguntas y tono con que me las hicieron comprendí que me habían tomado por un oficial al servicio de España; mi uniforme muy obscuro les había engañado, y yo me guardé bien de sacarles de su error, pues en ello me iba probablemente la vida. Y para ganar tiempo hasta que llegara el destacamento, les dije que era un oficial suizo, al servicio de la Junta, y que iba a Gibraltar; para que se pusieran de buen humor, añadí que el marqués de la Romana acababa de ganar una gran batalla, junto a Badajoz; los campesinos recibieron con avidez esta noticia, se la repetían unos a otros, y acabaron por vomitar mil imprecaciones contra los franceses, que me dieron idea bien triste de la suerte que me estaba reservada en cuanto me reconociesen.
Les pregunté yo a mi vez si los malditos franceses no habían pasado por su lugar, y me dijeron ellos que el rey José había sido rechazado de Gaucín con toda su guardia, que había huido de Ronda hacia muchos días y que esta ciudad estaba ocupada por diez mil serranos. A Ronda íbamos a incorporarnos a nuestra regimiento, y si la ciudad hubiese caído efectivamente en poder del enemigo, nuestro destacamento no hubiera podido salir de la Serranía. Detuviéronse los campesinos a beber en una fuente, y yo continué subiendo solo la colina.
Vi bien pronto a cinco hombres, armados y equipados como soldados, que corrían por un sendero de travesía, y que adelantándome, entraron antes que yo en Olvera. Y al oír en el pueblo grandes gritos, juzgué que aquellos hombres habían llevado la noticia de la próxima llegada del destacamento, y de que yo era un oficial francés. Dudé entonces más que antes sobre si debía avanzar o retroceder. 
Los habitantes, que no me perdían ojo desde lo alto de las rocas, advirtieron mi incertidumbre y vacilación, y redoblaron sus voces; un número considerable de mujeres aparecieron sobre una elevación del terreno, a la entrada del pueblo, y sus agudos chillidos, entre los gritos masculinos, parecían el silbido del viento en la tempestad. Tomé el partido de avanzar, y creo firmemente que si hubiera retrocedido, me habría perdido sin remedio, incurriendo en la culpa o debilidad que una multitud desenfrenada perdona menos veces.

OLVERA (12)


Llegué a Olvera, y a la entrada se me pusieron delante un corregidor, un alcalde y dos curas, precedidos por cinco o seis personas más, a la cabeza de las cuales iba un joven, en que muy luego hube de reconocer al gracioso del lugar. Efectivamente me dijo en español y con un aire zumbón: las mujeres de Olvera quieren mucho a los franceses... Usted descuide, que han de recibirle muy bien. Y riéndose, soltó varias chuscadas por el estilo. Uno de sus compañeros, con voz áspera y fuerte, me preguntó que cuántos franceses me seguían; le contesté que doscientos poco más o menos. «Mentira, dijo muy rudamente, no llega, a ciento, contándole a usted. Los cinco hombres que acaban de entrar en el pueblo los han visto en la casa de campo del camino de Morón». Vi claro que todo había sido descubierto.
Los curas y el corregidor se me acercaron, y yo creí por un momento, contemplando sus semblantes siniestros, que iban a proponerme que recibiese la Extremaunción, porque a mi alrededor continuaba el tumulto, y oía muy claras las palabras de hay que ahorcarle, es un francés, es el mismo demonio, es el demonio encarnado.
De repente, y con asombro mío, cesaron las voces y la turba se dispersó; era que el brigada, el húsar y el guía que yo había dejado atrás, aparecieron en la cima del monte, al otro lado de la hondonada, y por la gente que estaba en las rocas se esparció rápidamente la noticia de su aparición.
El corregidor y el alcalde cambiaron de tono en el instante, y, haciéndome reverencias, me dijeron que eran los magistrados del lugar y que se ponían a mis órdenes, en cumplimiento del decreto del rey José, que así lo prescribía a todas las autoridades constituidas, al presentarse tropa francesa en sus jurisdicciones. Aumentada mi confianza por el respeto de aquellos señores, tomé un tono amenazador, y en él hube de aconsejarles que contuvieran a los habitantes en la disciplina debida, y a la vez les mandé preparar víveres para la tropa que iba a llegar.
El corregidor me dijo, como en excusa de lo que acababa de suceder, que no diese importancia a los gritos de algunos borrachos, excitadores de la plebe; y habiéndoles yo preguntado a qué habían venido al pueblo aquellos cinco hombres armados, uno de los curas, con dulce ironía, me contestó que eran cazadores de pajaritos, y que los sacos que llevaban sobre sus espaldas iban llenos de caza. Me creí obligado a contentarme con tales excusas, por ridículas que fuesen. 
Descendí del caballo, y con los curas y el alcalde fui a pie al Ayuntamiento, situado en la Plaza Mayor, en lo más alto del lugar, y empezamos a extender las boletas de alojamiento.
El brigada que me acompañaba dejó al húsar el cuidado de mi caballo, a la entrada del pueblo, y vínose a galope a la puerta del Ayuntamiento; echó pie a tierra, y en este momento los paisanos que, aguardando a una tropa numerosa, vieron cruzar por las callejas a un solo hombre, salieron furiosos por las casas y se precipitaron a la plaza, lanzando terribles gritos. 
Yo me asomé al balcón y ordené al brigada que subiera; juntos los dos nos encerramos y atrincheramos en la sala del Concejo; la multitud detúvose unos instantes, apoderándose del caballo, portamanta y pistolas del brigada; muchos subieron en seguida y se arremolinaron a la puerta de la sala en que nos habíamos encerrado con el corregidor y los dos curas, y nos gritaban por el agujero de la llave que nos rindiéramos.
Por el corregidor, que teníamos en nuestro poder, les hice decir que se aquietaran; que nuestro destacamento estaba para llegar, y nosotros decididos a vender muy caramente nuestras vidas, advirtiéndoles además que, si trataban de forzar la puerta, su padre cura sería la primera víctima de su furor. 
Temiendo que la puerta cediese antes de tiempo, me retiré algunos pasos, situándome a la entrada más estrecha de una segunda sala, teniendo siempre al cura sujeto por un brazo, para servirme de él como de un escudo; saqué mi sable y ordené al brigada que hiciese lo mismo, y se colocara en el fondo de la sala, de modo que el corregidor y el vicario no pudieran cogerme por la espalda. Los gritos redoblaban entretanto, y los paisanos que acababan de hablar conmigo fueron reemplazados por otros que subían de la plaza. Recibía la puerta recias sacudidas, e iba indudablemente a ceder de un momento a otro, al empuje creciente de aquella masa de hombres. 
Entonces dije al cura: «Perdone usted, padre mío; pero ya ve que yo no puedo resistir más al populacho; fuérzame la necesidad a hacer a usted compartir mi suerte, y vamos los dos a morir juntos»El vicario, asustado del peligro que corría el cura, y que a él mismo amenazaba, se abalanzó al balcón y con potente voz arengó a la turba, diciéndole que su padre cura perecería infaliblemente si no se retiraban todos al instante. Las mujeres, al oír esto, lanzaron estridentes aullidos, y como movida por un resorte, la multitud despejó la escalera y el frente de la casa. ¡Tan grande y tan cierta era la veneración del pueblo por los sacerdotes!
Durante algún tiempo hubimos, sin embargo, de sostener el brigada y yo aquella especie de bloqueo que sucedió al ataque; pero al cabo cesó, no se oyeron ya los gritos del pueblo furioso, y quedó todo en el más profundo silencio; tanto, que percibimos el patear de los caballos del destacamento que formaba en escuadrón, en la parte baja de Olvera, tan clara y distintamente, siendo mediodía, como si hubiera sido a media noche.
Al incorporarnos al destacamento, nos llevamos al corregidor y al cura, guardando, sobre todo, al último como a nuestra salvaguardia. 
Conté a mis camaradas cuanto acababa de ocurrir, y aconsejé continuar el camino hacia Ronda, después de dar pienso a los caballos. Pero el Ayudante Mayor se opuso, y resolvió pernoctar en Olvera, diciéndome en son de reproche que no había él oído nunca que tropas de línea alterasen sus planes ni sus marchas por paisanos alborotados. Este Ayudante Mayor acababa de pasar muchos años en Francia, en el Depósito del Regimiento, y no conocía a los españoles.
Formamos un vivac en una pradera rodeada de tapias, e inmediata a la posada que está sobre el camino, en la parte baja de Olvera. Los habitantes, durante el resto del día, parecieron muy tranquilos, y nos proveyeron de víveres; pero en vez de una ternera que había yo pedido, nos trajeron un borrico, partido en trozos. Los húsares notaron que el ternero, como ellos decían, estaba un poco soso; pero hasta mucho después no supimos la burla de que habíamos sido víctimas; nos la revelaron los mismos serranos que, tiroteándose con nosotros, solían gritarnos: habéis comido burro en Olvera. Era esta, en su opinión, la más atroz injuria que cabía dirigir a cristianos.
No atreviéndose a atacarnos en el recinto donde nos habíamos atrincherado, preparáronse los habitantes para el momento de nuestra partida, y avisaron a los pueblos vecinos con objeto de que hicieran emboscadas a lo largo del camino de Ronda, esperándonos en los puntos más a propósito para hostilizarnos. 
Hacia la tarde, tomaron una actitud muy amenazadora, apostándose sobre las rocas y agrupándose en torno del vivac. Permanecían, sin embargo, inmóviles, aunque atisbando siempre nuestros menores movimientos. Algunas voces, reprimidas en seguida por los alcaldes, rompían el silencio de vez en cuando, insultando a nuestros centinelas.
Poco antes de obscurecer se presentó el cura en el vivac pidiendo hablar conmigo. Me dijo que había hecho preparar excelentes alojamientos para los jefes, y me suplicó que yo hiciese aceptarlos a mis camaradas. Su objeto, como nos dijeron más tarde, era hacernos prisioneros, para que, al día siguiente, el desorden producido en la tropa por la ausencia de sus oficiales, facilitase la obra de copar al destacamento.
Rehusé, y el cura me preguntó entonces si guardaba rencor por lo sucedido aquella mañana, y si teníamos desconfianza de los habitantes. Le respondí que ni rencor ni desconfianza. Me rogó que yo, por lo menos, fuese a su casa; porque quería tratarme bien. Fui a consultar con mis camaradas, y convinimos en que iría yo solo para demostrar así al pueblo que no teníamos idea de venganza, y ver de quitarles de este modo todo pensamiento de atacarnos por la noche. Sedujo también a mis camaradas la ilusión de que yo les mandaría de cenar. 
Púseme con esto a disposición del cura, no sin exigirle su palabra sacerdotal de que no había de hacerme mal alguno; me la dio, y para probarle yo mi absoluta confianza, entregué, a su presencia, el sable al centinela y le seguí desarmado.
Atravesamos el interior del pueblo; todos los habitantes que encontrábamos saludaban profundamente a mi guía, y a mí me miraban con expresión amenazadora; si alguno se acercaba demasiado a mi persona, como queriendo asustarme, el cura les hacia apartarse con una sola mirada; tal era la autoridad que le daba su carácter sagrado.
Llegamos a casa del cura, y nos recibió el ama, que era una mujer soltera, como de treinta y cinco a cuarenta años; nos sirvió en seguida chocolate y bizcochos, y luego la cena en una mesa, junto a la chimenea de la cocina. Envié de cenar a mis camaradas, y me senté a la mesa, frente por frente del cura; el ama tomó asiento a su derecha, casi bajo la chimenea que era muy elevada. 
Después de un momento de silencio, me preguntó el cura si iría a misa al día siguiente, antes de partir; yo le contesté que no era católico, y a estas palabras se contrajo su fisonomía; el ama, que no había visto jamás, sin duda, un hereje, se agitó en la silla, dejó escapar una exclamación involuntaria, y dio un prolongado suspiro; después de rezar entre dientes varias Avemarías, consultó la fisonomía del cura, como para orientarse sobre la impresión que debía recibir ante una tan terrible aparición. Las descripciones populares y los cuadros de algunas iglesias representan a los herejes vomitando llamas. El ama se repuso de su turbación al ver que el cura seguía tranquilamente conversando conmigo.
Después de cenar, el cura me invitó a dormir en su casa, diciéndome que debía estar muy fatigado, y que me daría una cama que sería indudablemente mejor que la que pudiese tener en el vivac. Como yo dudase, añadió que convenía dar tiempo a que se dispersase la turba, y que me hacía falta descansar algunas horas. Volví a temer entonces, y más vivamente que antes, que su objeto fuera retenerme en la casa para entregarme a los enemigos, y, en efecto, como ya he indicado, se me dijo más tarde que no eran otros sus propósitos, y que era él jefe de la insurrección; pero por otras circunstancias y razones he llegado a creer mucho tiempo después, que las intenciones del cura de Olvera fueron buenas para ml, y que lo que realmente trataba era de librarme, teniéndome prisionero, de la funesta suerte que los habitantes de aquel pueblo tenían reservada a mi destacamento.
Como el cura era dueño de traicionarme cuando y como quisiera, me guardé bien de manifestarle desconfianza. Le dije, pues, que aceptaba su ofrecimiento, creyéndome perfectamente seguro bajo la salvaguardia de su palabra sacerdotal, y que me iba a dormir; pero rogándole que me despertarse a las dos horas, porque mis camaradas, si no me veían regresar antes de la media noche, podrían salir del vivac e incendiar el pueblo por los cuatro costados. El cura me condujo a una alcoba próxima; me hizo acostar en cama, lo que nos sucedía raras veces en España, y se llevó el velón, dándome las buenas noches.
La profunda obscuridad que me rodeaba, hízome considerar la falsa situación en que me había puesto, y me reprendí haberme separado de mi sable, al que veía en aquellos momentos como a un fiel compañero que hubiera podido inspirarme buenos consejos. Oía sin cesar el murmullo de los habitantes que pasaban y repasaban constantemente bajo mis ventanas. El cura, de cuando en cuando, entreabría la puerta, y metía en el cuarto su cabeza blanca y el velón, sostenido por su mano derecha: me miraba; fingíame yo en profundo sueño, y él se retiraba quedamente.
A poco entraron en la sala inmediata muchos hombres y se pusieron a charlar, primero con calma y después confusamente y todos a la vez; callaron luego, como si temieran despertarme o que me enterase yo de su conversación; siguieron, por último, hablando en voz baja; pero con extrema vivacidad. Cerca de dos horas pasé en la mayor incertidumbre, reflexionando sobre el partido que debía tomar; por fin, me decidí a llamar al cura, y le dije que al momento me iba con mi destacamento; el cura dejó el velón en el cuarto, y salió, sin contestarme palabra, a consultar, sin duda, con los hombres que tenía en la sala, lo que debería hacer conmigo.
Así estábamos, cuando hube de experimentar la más viva alegría, viendo aparecer en mi cuarto al aposentador que hablaba español. Venía con el corregidor. Me dijo que en el vivac estaban muy intranquilos por mi suerte, y que le habían enviado para informarse de lo que me había sucedido; que los paisanos me miraban ya como su prisionero; que tenían resuelto atacarnos al día siguiente, y que vociferaban que ninguno de nosotros había de escapar. 
Me vestí deprisa, y recordé de nuevo al cura su palabra, añadiéndole que mis camaradas amenazaban con tomar las armas si yo no volvía al instante. Dichosamente para mí, no estaban ultimados los preparativos de insurrección; el cura no se atrevió a detenerme más, llamó al corregidor y a uno de los alcaldes, y éstos con algunos hombres más, que me pusieron en medio de ellos, condujéronme a través de la multitud a nuestro vivac.
El aposentador que acababan de enviarme mis camaradas, era un normando, valiente como su sable. Bajo las apariencias de la más perfecta hombría de bien, encubría toda la astucia que se atribuye comúnmente a sus compatriotas; se había ganado la confianza de los españoles con el cuento de que era hijo de un oficial de valones, retenido prisionero en Francia con el rey Carlos IV, Y que había sido forzado a servir con nosotros, no buscando él más que la manera de escaparse o desertar; y los serranos de Ronda que, como los salvajes, eran alternativamente ladinos y crédulos, se tragaban tan absurda historia, y no sólo compadecían al aposentador, sino que le daban dinero, y aun le confiaban parte de sus proyectos; por este medio supimos que los aldeanos del contorno tenían resuelto salir al día siguiente a esperarnos y atacarnos en un peligroso desfiladero del camino de Ronda, y esta noticia nos salvó de una completa derrota.
El cura y el corregidor vinieron por la mañana (12), en el momento de partir, a pedirnos un certificado que atestiguase a los franceses la seguridad de ser bien tratados en Olvera. Confiaban los dos en que el aire amenazador de los habitantes nos haría acceder a sus deseos, y así extrañáronse cuando les contestamos que no extenderíamos el certificado mientras no nos devolvieran las armas dejadas sobre el caballo del brigada que estuvo, la víspera, encerrado conmigo en el Ayuntamiento; habíamos ya reclamado varias veces estas armas, aunque inútilmente.
El corregidor y el cura volvieron a tomar en silencio el camino hacia lo alto del lugar, y a los pocos momentos oímos gritos de alarma; los aldeanos acababan de matar a seis húsares y dos mariscales que habían ido imprudentemente a herrar sus caballos en la fragua, y las descargas de fusilería empezaron al instante. Montamos a caballo con presteza; el grueso del destacamento con el Ayudante Mayor salió inmediatamente hacia el paraje designado para reunirnos que era como a un tiro de fusil del pueblo; yo quedé en el vivac con diez húsares para sostener la retirada y proteger los bagajes, que aún no habían podido ser cargados sobre los mulos, porque los conductores españoles se nos habían fugado durante la noche.

 

Uno de mis camaradas volvió muy pronto a decirme que la vanguardia estaba a punto de ser cercada, y que los españoles hacían un fuego de fusil muy vivo contra el destacamento, desde las rocas, y por las ventanas de las casas, en la parte del pueblo que teníamos necesariamente que atravesar para salir al campo. 
No habiendo ninguna esperanza de socorro, resolvimos abrirnos paso a viva fuerza, por medio del enemigo. Mi caballo recibió un balazo en el cuello, y cayó; yo le levanté, y le obligué a marchar en dirección al destacamento. Momentos después otra bala rompía el brazo a mi compañero, y sucesivamente fuimos viendo caer a casi todos los húsares. Las mujeres, o, mejor dicho, las furias desencadenadas, se precipitaban, dando terribles aullidos, sobre nuestros heridos, y se los disputaban, para hacerles morir en los más crueles tormentos; les metían cuchillos y tijeras por los ojos, y con feroz alegría, se deleitaban a la vista de la sangre. Su furor contra los invasores de su tierra, justo en el fondo, habíalas desnaturalizado por completo.
El destacamento, entre tanto, permanecía inmóvil, haciendo cara a los enemigos, y esperándonos. Los habitantes no se atrevieron a salir de las rocas y de las casas del lugar, y nosotros no podíamos tampoco ir hasta ellos para vengar a nuestros camaradas. Pasamos lista en presencia de los enemigos, pusimos los heridos en el centro de la tropa, y empezamos en seguida a marchar lentamente.

CAMINO DE RONDA (13)


No habiéndonos podido proporcionar un guía, tomamos, sin saber adónde íbamos por allí, el primer sendero que nos pareció alejarse del camino en que sabíamos tenían dispuestas los serranos sus emboscadas. Vagamos un rato por la sierra a la ventura, hasta que descubrimos un hombre, cabalgando en un mulo, que salía escapado de una granja; yo le perseguí, y logré atraparle; le colocamos entre dos húsares de la vanguardia, ordenándole, bajo pena de ser acuchillado, que nos condujese a Ronda. Sin este campesino que nos deparó el azar no habríamos hallado jamás la ruta en aquella comarca desconocida.
Apenas habíamos entrado en un valle bastante largo, advertimos sobre las alturas de la izquierda una turba, que podía ser como de mil a mil quinientas personas, que observaba nuestra marcha; distinguíanse perfectamente, entre los hombres, muchas mujeres, y hasta niños; eran los habitantes de Setenil y otros lugares de la Serranía que, chasqueados en las emboscadas que nos tenían dispuestas, venían persiguiéndonos, y corrían con la esperanza de cortarnos el paso, en un desfiladero que ya teníamos a la vista.
Tomamos el trote, y felizmente llegamos al desfiladero antes que ellos; pero no bien salimos otra vez al terreno relativamente despejado, nos vimos envueltos por una nube de campesinos que se habían destacado en desorden del grueso de los enemigos, y nos tiroteaban por ambos flancos, siguiéndonos encarnizadamente de roca en roca, sin perder nunca la distancia de tiro de fusil, por el temor de no poder ganar con presteza las cumbres, si les cargábamos; veíanse curas y alcaldes a caballo, corriendo por las alturas, y dirigiendo el movimiento de aquella muchedumbre abigarrada. 
Los heridos que tuvieron la desventura de caer del caballo, fueron inmediatamente apuñalados; uno solo escapó de tan triste suerte, porque tuvo la suficiente presencia de ánimo para decir a los que iban a degollarle que quería confesarse antes de morir; lIeváronle, al efecto, al Cura de Setenil, y éste le salvó.
Al pasar por un estrecho sendero, en el flanco de una escarpada montaña, y sobre el que las rocas estaban dispuestas de manera que nos protegían del fuego de los enemigos, situados en la cumbre, nos detuvimos algunos minutos, para que tomaran aliento los caballos. 
En seguida vimos a Ronda, y cuando era mayor nuestra alegría por llegar al término de tan peligroso viaje, nos sorprendió desagradablemente encontrarnos blanco de otros enemigos que nos hacían fuego desde los bosques inmediatos a la ciudad; temimos que hubiera sido ésta abandonada por los franceses; pero pronto se nos disiparon éstos, reconociendo en los que nos tiroteaban a los húsares del 2º (regimiento), los cuales desde lejos nos habían tomado por enemigos.

RONDA (13)


Entramos en Ronda, y fuimos derechos a la Plaza Mayor; allí vinieron a darnos un abrazo los camaradas, y a pedirnos noticias de Francia y del mundo entero, de que estaban aislados, hacía muchos días. Nos dispersamos en seguida en los alojamientos que nos fueron asignados, contando con reposar, algunos días al menos, de los largos trabajos que acabamos de sufrir.
Está la ciudad de Ronda en el centro de las altas montañas comprendidas generalmente bajo el nombre de Serranía. Las cimas de estos montes están desnudas de vegetación, y sus vertientes cubiertas de rocas oscuras que parecen haber sido calcinadas par el sol, a través de los siglos; sólo en lo profundo de los valles, y a orillas de los arroyos, hay huertos y praderas; hacia el mar florecen las vides, casi sin necesidad de laboreo, y producen los más exquisitos vinos de España.


Hechos a luchar constantemente con una naturaleza salvaje, los serranos son sobrios, perseverantes e indomables; la religión es el único músculo social, y cabe añadir que el único freno eficaz que contiene a los habitantes de estas áridas montañas. El Gobierno de España no ha podido nunca sujetarles a la observancia estricta de las leyes, durante la paz, ni a servir en el ejército; el serrano se deserta en cuanto se le conduce lejos de la Serranía.
Los habitantes de cada lugar eligen sus alcaldes por dos años; pero estos magistrados no se atreven, sino raras veces, a ejercer su autoridad, por temor a crearse enemigos y exponerse a las venganzas, que son siempre implacables. 
Si la justicia del rey quiere usar de la fuerza para poner término a cualquier querella, vénse al instante a las navajas de unos y otros revolverse unánimes contra el juez; pero es muy raro que si uno de los asistentes a la pelea empieza una oración, no depongan su furor los combatientes, para contestar con devoción al que reza; en las disputas más acaloradas la presencia del Santísimo Sacramento restablece siempre la paz.
No hay memoria de una fiesta en la Serranía, donde uno o dos individuos no sean heridos de navaja; los celos son en estos hombres de tal furor que solo la sangre puede apaciguarles, y el golpe de muerte suele seguir instantáneamente a la mirada que provoca la cólera.
Ocúpanse los serranos casi exclusivamente en el contrabando; a veces se juntan en número considerable los de varias aldeas, bajo la dirección de algún jefe renombrado, para el alijo, dispersándose luego por los pueblos del llano, para la venta de las mercancías, y con frecuencia resisten a mano armada a la tropa enviada en su persecución. Estos contrabandistas de la Sierra son famosos por su maña para burlar la vigilancia de los numerosos empleados de las Aduanas de la Corona; recorriendo la sierra noche y día, conocen las cavernas más escondidas, los desfiladeros, y los caminos más abruptos.
Mientras que los hombres hacen esta guerra continua, las mujeres quedan en las aldeas, y no temen a los trabajos más rudos; transportan fácilmente pesados fardos, y se glorian de la superioridad de fuerza que el hábito les ha hecho adquirir; se las ve luchar unas con otras y desafiarse a cuál puede levantar la piedra mayor, y que más pese. Cuando bajan a Ronda, se las reconoce desde luego por su talla gigantesca, sus miembros robustos y sus miradas, que son a la vez de asombro y de amenaza. Las gusta componerse, para venir a la ciudad, con velos y mantillas muy recargadas de adornos, que adquieren de contrabando, y que contrastan con el cutis negro y quemado y la rudeza de sus facciones.
Todos los habitantes de estas altas montañas habían tomado las armas contra los franceses; el rey José había estado en Ronda tres semanas antes con sus guardias (2 de marzo), e intentó en vano someterlo a su autoridad por medios persuasivos, y después por la fuerza; al marcharse dejó de guarnición doscientos cincuenta húsares de mi regimiento y trescientos infantes de su guardia real, dando a nuestro Coronel (Jean Claude Baussain), con el título de gobernador civil y militar, los más amplios poderes sobre la región vecina; la autoridad absoluta, aneja a un título tan pomposo, equivalente al de capitán general, hubiera debido extenderse a quince o veinte leguas a la redonda, pero los contrabandistas la encerraban en los estrechos límites de la ciudad de Ronda, y aun allí dentro no dormíamos con seguridad, desconfiando, como desconfiábamos, de los habitantes de los arrabales.
Cuando cayó la noche, vimos una multitud de fogatas que brillaban en las montañas; la oscuridad de la noche nos causaba la ilusión de acercarnos aquellas luces lejanas, y nos parecía estar rodeados de un círculo de llamas. El enemigo acababa de tomar posiciones alrededor de la ciudad, sin duda con el objeto de atacarnos al día siguiente (14).
Como media hora después, oímos muchas veces tocar una corneta, cuyos sones parecían salir de entre los olivares que estaban, debajo de nosotros, en un vallecito, fuera de la ciudad vieja. 
Hacíamos mil cábalas, y aun bromas sobre estos toques de corneta, cuando llegó al galope un húsar de uno de los puestos avanzados, a decir al Coronel que un parlamentario de los enemigos pedía ser recibido en la plaza. Ordenó el Coronel que se le introdujera, y así lo hizo el brigada, trayéndole con los ojos vendados.
Nos dijo el parlamentario que venía a proponer la rendición; que el general de los serranos, ocupaba con quince mil hombres todas las salidas por donde pudiéramos escapar; que este general había cogido, algunos días antes, un convoy de cincuenta mil cartuchos que venía para nosotros, y que sabía perfectamente que no podíamos defendernos mucho tiempo por falta de municiones. Esto último era verdad; los soldados de infantería estaban a tres tiros por plaza, y los húsares nada podían hacer con sus sables en las rocas, donde además los caballos, lejos de ser útiles, eran casi siempre un estorbo.
Respondió el Coronel al parlamentario que nos íbamos a poner a la mesa, y me hizo seña de que yo condujese al huésped a la cámara en que teníamos preparada la comida, recomendándome que le cuidase. 
El parlamentario era un joven de bella figura; llevaba un sombrero redondo a la andaluza, y una chupa corta de paño oscuro con cenefa azul celeste; su distintivo parecía ser una faja a la moda del país, rematada en algunos hilos de plata; en vez de sable llevaba una larga espada a la antigua.
En el primer momento pareció avergonzarse de su modesto atavío, en un círculo de oficiales con trajes tan brillantes y bordados, y cuando echamos mano al sable, para quitárnoslo, antes de sentarnos a la mesa, mostró alguna inquietud; vínole, según creo yo, al pensamiento la idea de que bien hubiéramos podido matarle, en represalias de lo que habían hecho días atrás los aldeanos de un lugar próximo, con un concejal de Ronda que se les mandó de parlamentario, y al que degollaron.
Yo le tranquilicé, invitándole a desarmarse y a sentarse con nosotros. 
Después de algunos momentos de silencio, le pregunté cuánto tiempo hacía que estaba sirviendo a Fernando VII, y me respondió que hacía solo un año de que había entrado de teniente en los Húsares de Cantabria. «Aunque enemigos, le dije, somos doblemente camaradas, por el arma y por el grado». Se le conoció la satisfacción que le causaba ser considerado como un oficial de tropas regulares.
Hícele otras preguntas sobre los jefes del Ejército insurgente, y me ponderó mucho el mérito del general (Francisco) González (Peinado), pintándomelo como un hombre de raros talentos militares, y de conocimientos profundos en la táctica y todo el arte de la guerra. Jamás habíamos oído nombrar a tal jefe, y supimos pronto que era un sargento del ejército español, al que los insurgentes acababan de dar el grado de brigadier general, para aparentar que formaban un ejército organizado. 
A fuerza de exagerar todas las cosas de su partido, nos reveló precisamente, con su silencio, el único punto que teníamos verdadero interés en saber a ciencia cierta, esto es, que no había salido de Gibraltar ningún cuerpo inglés a juntarse con los serranos; cosa que, de haber sucedido, nos hubiera puesto en situación realmente muy peligrosa.
El oficial español no se apartó de la sobriedad característica de su nación; pero cuando hubimos bebido a su salud, no dejó de hacernos los honores correspondientes, y encendido luego en generosa emulación, fue hasta donde el que más; a la mitad de la comida nos llamábamos camaradas, y a los postres éramos ya hermanos; nos juramos eterna amistad, y entre otras pruebas de cariño, nos prometimos batirnos en combate singular la primera vez que nos encontrásemos en el campo de batalla.
Concluida la cena, el Coronel despidió al parlamentario, sin darle ninguna respuesta, y yo fui el encargado de conducirle hasta los puestos avanzados del enemigo; él mismo se vendó los ojos, un húsar se colocó a su lado, para llevar su caballo por la brida, yo me puse a su derecha, y así tomamos el camino de Gibraltar por donde había venido. 
Más allá de nuestra guardia principal, se nos juntaron el trompeta del parlamentario y un viejo carabinero real, que le servía de ordenanza; era el único carabinero real que había en el campo de los insurgentes, y se le había enviado, para que honrase al parlamentario con su uniforme nuevo; me asombró el tono de autoridad con que reprochó a su oficial haberle hecho esperar tanto tiempo.
El trompeta era un pastor joven que llevaba un dormán verde, prenda militar que contrastaba vivamente con sus sandalias, su gorra y su traje rústico; se le había enseñado la lección, antes de mandarle a nuestros puestos avanzados; y al preguntarle nuestros húsares qué había hecho de la trompeta, contestó que se le acababa de perder; habíala dejado caer, en efecto, de propósito, para que el cuerno pastoril en que soplaba, no destruyese la ilusión que se lisonjeaba producirnos con su dormán verde. 
El pastor no podía hacer marchar a su caballo delante de nosotros, como era de rigor, y a cada paso se le paraba el animal, o retrocedía; yo le dije en español que avanzase, y él me respondió tristemente: es la primera vez que monto, y me han dado una maldita bestia que no quiere andar. El carabinero se acercó al pastor, y con muy malos modos le hizo apear y llevar el caballo por la brida.
Cuando llegamos al primer puesto español, al extremo del arrabal de la ciudad vieja, me despedí del parlamentario, y volví a dar cuenta de todo al Coronel. 
Se celebró un consejo de guerra, y fue acordado abandonar la ciudad para ir a Campillos, y esperar allí las municiones; Campillos es un pueblo a siete leguas de Ronda, a la salida de la Serranía, en un llano donde nuestra caballería nos daba necesariamente la superioridad sobre los serranos, por numerosos que fuesen. 
No teníamos gran confianza en los trescientos guardias del rey José que estaban con nosotros; el cuerpo se componía en su mayor parte de desertores españoles.
Ordenó el Coronel que la guarnición se pusiera en marcha una hora más tarde, sin tocar tambores ni trompetas, para no avisar al enemigo de nuestra partida. 
Yo avisé a los aposentadores que tenía a mis órdenes, y fuimos casa por casa despertando a los quintos del destacamento que habían venido conmigo; contaban los pobres con un largo descanso en Ronda, para reponerse de las fatigas del viaje, y cuando, a media noche, nos presentamos en sus alojamientos a despertarlos, estaban como borrachos de sueño; no habiendo oído la trompeta, no querían creer lo que decíamos; algunos nos tomaron por los fantasmas de su teniente y de sus cabos que venían a atormentarles en el sueño con órdenes de marcha; hubo que sacudirles rudamente, para que se convenciesen de que no éramos fantasmas, sino seres reales.
Marchamos dos horas en el más profundo silencio, a la luz muy clara de las fogatas de olivo, encendidas por los serranos en las pendientes de los montes. Al amanecer (14) nos detuvimos en un llanito, a propósito para jugar los caballos y manejar el sable; los enemigos no fueron, sin embargo, a buscarnos allí, contentándose con correr por las cumbres, y los aldeanos de los lugares próximos al camino nos hacían fuego desde lejos, de cuando en cuando; sobre las rocas más empinadas vimos mujeres que no disimulaban el regocijo que les causaba nuestra retirada; cantaban canciones patrióticas, deseando la muerte a todos los franceses, y especialmente al gran duque de Berg y a Napoleón; el estribillo de las coplas parecía igual al del canto del gallo, emblema de Francia.

CAMPILLOS (14)


Llegamos a Campillos, y por la manera como fuimos recibidos, comprendimos que habían llegado antes que nosotros las nuevas de nuestras pérdidas en Olvera y de nuestra retirada de Ronda. Al entrar yo en mi alojamiento, fui muy mal acogido por el patrón; le había pedido mi asistente una alcoba para mí, y él le indicó una especie de agujero o chiscón en un patinillo; como no había sido posible hacer distribución de víveres, había publicado el Alcalde un bando ordenando que a los alojados diesen de comer sus respectivos patrones. El húsar que me servía exigió a nuestro patrón el cumplimiento de esta orden, y el patrón volvió con una mesita muy pequeña, en que había un poco de pan y algunos ajos; oí que decía a su mujer: «es bastante para estos perros de franceses; ya no hay que guardarles consideraciones; han sido derrotados, y, si Dios y su santísima Madre quieren, ni uno solo escapará con vida de aquí a dos días». Yo hice como que no entendía sus maldiciones, para dejarle ignorar que sabía su lengua.


Según Rafael B. Jordán, por aquellas fechas ostentaba la vara de Alcalde ordinario de Campillos D. Juan Moreno de Alcántara y Padilla, hermano del Cura y Beneficiado más antiguo de la Villa, D. Diego Moreno de Alcántara.


Salí de casa, y al volver una hora después, encontré a cinco individuos del lugar, sentados en círculo y fumando sus cigarritos, los cuales tenían la costumbre de venir todas las tardes de tertulia a casa de mi patrón que vendía tabaco; mi húsar estaba sentado a distancia de ellos, y cuando yo entré, se levantó y me ofreció su silla; la tomé y me aproximé al fuego; los españoles callaron, y uno de ellos rompió al cabo el silencio, para asegurarse si yo sabía español; me preguntó si estaba fatigado, y como yo afectase no comprenderle, añadió riéndose con burla: sí, hace dos días que ha tenido usted que usar frecuentemente las espuelas; yo no respondí, con lo que quedaron persuadidos de que no entendía ni una palabra, y reanudaron su conversación.
Hablaban con un entusiasmo sin límites de los valientes montañeses que nos habían echado de Ronda; contaban con minuciosos detalles un supuesto combate muy mortífero, de doce horas, que había tenido lugar la víspera en las mismas calles de Ronda; añadían que habíamos perdido, por lo menos, seiscientos hombres, cuando en total no éramos más que quinientos cincuenta, y que el general de los serranos iba a venir a atacarnos, lo más tarde dentro de dos días; finalmente, que los lugareños de Campillos tomarían las armas, y entre unos y otros exterminarían a estos herejes, peores que los moros, pues los franceses, según ellos, no creían en Dios, ni en la Virgen, ni en San Antonio, ni casi en Santiago de Galicia, ni temían alojarse en las iglesias con sus caballos; repitieron mil invectivas de este género, exaltándose cada vez más su imaginación, a medida que hablaban; concluyeron por decir que un español valía por tres franceses:, y uno de ellos añadió: yo me atrevo con seis.
Entonces me levanté, y repetí dos veces: poco a poco, que significa en español: doucement, doucement, y quedaron los contertulios petrificados, al advertir que les había entendido perfectamente. 
Salí de la casa para dar cuenta al Coronel de cuanto acababa de oír; el Coronel ordenó al Alcaide que sobre la marcha fuera desarmando el vecindario, y como siempre en estas circunstancias, los vecinos entregaron las armas malas, reservándose las buenas.
Al volver al alojamiento, ya no encontré a ninguno de mis políticos, el patrón se había escondido también, y su mujer consternada se había dedicado, durante mi ausencia, a contentar a mi húsar; antes no le había dado más que agua, y entonces le sirvió excelente vino; el húsar, ignorando que tales cuidados tenían por única causa el miedo, quedó muy admirado del cambio de conducta de la patrona, y concibió un pensamiento de vanidad; le hallé retorciéndose sus horribles mostachos con más coquetería que de costumbre.
 
  
Al momento de quitarme el sable, la patrona lo recogió, y lo llevó con gran solemnidad a la mejor habitación de la casa, como si tomara posesión en mi nombre. Ella entonces vino temblando para que no albergara ningún resentimiento contra su marido, diciéndome que, aunque él no me había recibido muy cortésmente al principio, sin embargo, era un hombre honesto, y tenía un corazón excelente. Le dije que su marido podía volver cuando quisiese, porque no deseaba hacerle ningún daño siempre que le pusiese al corriente de todo aquello que pudiese conocer concerniente a los planes del enemigo o de los habitantes del pueblo. Añadí, simplemente para asustarlo, que si él se negaba a hacerlo, lo haría colgar; y luego me fui a la cama.


Este párrafo fue suprimido en su totalidad de la edición española, pero no así de la francesa o inglesa. Gracias a Rafael B. Jordán que manejó también la versión inglesa para escribir su artículo antes referenciado, se ha podido recuperar.


Me levanté al amanecer, al día siguiente, y al abrir la puerta de mi cuarto hallé al patrón que me esperaba, para reconciliarse conmigo. Antes de pronunciar palabra, me presentó una taza de chocolate con bizcochos; yo acepté con un aire muy digno, y le dije que arreglaría mi conducta con él a la que él observara de aquí en adelante; me respondió, haciéndome una gran reverencia, que él y toda su casa estaban a mi disposición.
Este día, 15 de marzo, supimos que los serranos habían entrado la víspera en Ronda, una hora después de nuestra salida, y que se aprestaban para venir a buscarnos en Campillos.
El 16, envió el Coronel un destacamento de cien húsares y cuarenta infantes a reconocer los enemigos. Yo fui de la expedición. Nos pusimos en marcha dos horas antes de salir el sol, y encontramos a los montañeses a cuatro leguas de Campillos; habían pasado la noche, al vivac, en la pendiente de una montaña, cerca de Cañete la Real. Nos acercamos como a dos tiros de fusil, para examinar sus posiciones y su número que evaluamos en cuatro mil poco más o menos, y terminado el reconocimiento, nos volvimos tranquilamente por el mismo camino.
Los serranos, viéndonos retroceder, creyeron que les teníamos miedo, y lanzando grandes gritos, sin guardar ningún orden, bajaron en confusión de la montaña, y nos fueron siguiendo, como una hora, mientras atravesamos el terreno cortado y difícil; cuando salimos a campo abierto, favorable a la caballería, moderaron su andar, no atreviéndose a bajar a la llanura; enviaron, sin embargo, algunos tiradores que obligaron a la retaguardia a volver cara, mientras que el grueso del destacamento cruzaba el puente de madera, construido sobre un torrente, al pie de un árido monte, en cuya cima asiéntase la aldea de Teba, como un nido de águilas.
Las mujeres del lugar, vestidas, a la moda del país, de trajes claros, encarnados y azules, habían venido a sentarse sobre sus talones, en las crestas de las rocas, para contemplar, desde sitio seguro, el combate que esperaban había de trabarse de un momento a otro. 
Nuestro pelotón de retaguardia, después de recoger sus tiradores, empezó a pasar el puente, y en aquel instante las mujeres se levantaron entonando un himno a la Virgen María. Tal debía ser la señal convenida, porque al punto rompió un vivo fuego de fusilería, hecho por los campesinos, escondidos en la pendiente de la montaña; era una verdadera granizada de balas que caía sobre nosotros, a pesar de lo cual, pasaron los nuestros el puente sin perder la tranquilidad, y sin contestar a los disparos del enemigo; vimos perfectamente a mujeres que descendían de las rocas, y arrancaban el fusil de manos de sus hombres, poniéndose delante de ellos, y obligándoles a avanzar hacia el puente.
Sintiéndose muy apretada, la retaguardia volvió, por fin, la cara, y los húsares de la primera fila hicieron un fuego muy nutrido de carabina, matando a dos de los campesinos que más se habían adelantado; esto contuvo la impetuosidad de la turba, y vióse a las mujeres ganar con precipitación la cumbre; pero como un centenar de insurgentes nos fue siguiendo a distancia, hasta media legua de Campillos.
Al siguiente día, 17, una descubierta de cincuenta húsares, encontró a los serranos acampados al otro lado del puente de madera, debajo de Teba. Los húsares avanzaron casi hasta el puente, y se volvieron en seguida sin haber hecho un solo disparo de carabina; los montañeses enardeciéronse, como la víspera, y vinieron persiguiendo a nuestros exploradores hasta las avanzadas; nuestro propósito era sacarlos del terreno quebrado y atraerlos al llano, donde podríamos acuchillarlos a placer. Aunque casi todos ellos no tenían más armas que escopetas, en las montañas nos aventajaban, porque no podíamos perseguirlos de roca en roca; mas en campo abierto, su modo desordenado de pelear no les consentía sostener el choque con tropa de a caballo, por inferior que les fuera en número.

18 DE MARZO DE 1810


Serían las diez de la mañana cuando vi llegar a mi patrón aceleradamente, con la sonrisa en los labios, frotándose los ojos y esforzándose, aunque en vano, por derramar algunas lágrimas; me dijo que todo estaba perdido para nosotros, que nuestros guardias habían sido rechazados, que quinientos montañeses habían bajado al llano con furia para cercarnos, y que, mientras tanto, los habitantes de Campillos se habían revuelto y nos atacaban en el centro del pueblo; me abrazó estrechamente, como si le inspirase una profunda lástima la suerte que me esperaba.
Disparos de fusil, gritos contusos y el toque de alarma de trompetas y tambores, me hicieron comprender que efectivamente había llegado un momento supremo; uno de nuestros puestos, situado no lejos de mi alojamiento, acababa de ser forzado a retirarse al pueblo. 
Monté a caballo, y junté mi destacamento; el Coronel me ordenó ir a sostener las guardias comprometidas, salimos al campo, y cuarenta húsares acuchillaron a un centenar de serranos; los que coronaban las alturas se pusieron en fuga con la mayor consternación, y al retirarnos, vimos el llano en que habíamos cargado, antes lleno de una nube de tiradores que gritaban desaforadamente, ahora silencioso y sembrado de enemigos, esparcidos aquí y allá, que acababan de ser segados.
Mientras nosotros rechazábamos así al enemigo, los de Campillos, persuadidos de que íbamos a ser exterminados, habían degollado en las calles a los soldados que no acudieron presurosos a la plaza, señalada como punto de reunión en caso de alarma. 
Nuestros húsares, al volver al pueblo, pasaron a cuchillo a cuantos habitantes hallaron armados, y se les permitió entregarse al pillaje. 
Los serranos ya no se atrevieron más a bajar al llano, y aquel mismo día se pusieron en marcha, y se fueron sin descansar hasta las altas montañas de los alrededores de Ronda.


El 19 de marzo vino de Málaga a Campillos, el general (André Thomas) Peyremont con tres regimientos de Infantería, un regimiento de Lanceros del Vístula y dos cañones. Recibimos municiones, y el 20, a las seis de la mañana, partimos todos para volver a ocupar la ciudad de Ronda. 
Nosotros nos apartamos un poco del camino, para imponer a los habitantes de Teba una contribución extraordinaria, en castigo de haber hecho armas contra nosotros, hacía tres días, después de haberse sometido al rey José. Mi Coronel dejó el regimiento a la falda del monte, y subió a la aldea con cincuenta húsares solamente. 
Sabedores los de Teba de nuestro intento, huyeron a las rocas con sus efectos más preciosos; equipajes abandonados aquí y allí, marcaban las huellas de su fuga precipitada.
Ordenó el Coronel que fueran forzadas las puertas de varias casas de la plaza, a ver si se encontraban algunos habitantes escondidos; no se halló más que un pobre viejo, el cual, lejos de asustarse, prorrumpir en gritos de alegría al ver a nuestros húsares; se quiso aprovechar la: buena voluntad de aquel hombre, para que nos indicase adónde se habían guarecido sus convecinos pero se advirtió pronto que estaba loco, y su locura era indudablemente la causa de que sus parientes ó amigos le hubieran dejado solo en el lugar.
Pasamos cerca de dos horas en Teba sin hallar persona viviente a quien enviar a los fugitivos moradores, para decirles que les perdonábamos, a condición de que pagasen al rey José una contribución de guerra. Ni queríamos tampoco hacernos enemigos irreconciliables, y reducirlos a la desesperación imponiéndoles un castigo riguroso; pero tampoco convenía dejar impune la agresión que nos habían hecho; he aquí el expediente a que recurrimos, para sacarles de sus madrigueras.
Los húsares prendieron fuego a la paja humedecida en las chimeneas de algunas casas; esto produjo un humo denso que, llevado por el viento a la montaña, hizo creer a los habitantes que se iba a incendiar el pueblo; nos mandaron en seguida una diputación, y vimos llegar al Alcalde, seguido de cuatro de los más ricos propietarios del lugar; trata el Alcalde una capa encarnada y un vestido galoneado; se había puesto todas las insignias de su dignidad, sin duda por creer que, presentándose a los franceses, se entregaba voluntariamente a la muerte por la salvación de su pueblo; nos prometió que Teba pagaría la contribución que se le exigía, y nos lo llevamos en rehenes, volviendo a su casa dos días después.
Fuimos a dormir aquella misma noche a una aldeíta, a cuatro leguas de Campillos (quizás fuera Cuevas del Becerro). El 21, al salir el sol, partimos para Ronda, donde entramos sin resistencia. 
Los serranos abandonaron tan precipitadamente la ciudad, procurando ganar la montaña por senderos de travesía, que dejaron sembradas las calles de capas y escopetas. Los húsares de vanguardia acuchillaron a los más perezosos en salir.
Por una parte de los habitantes de Ronda fuimos recibidos como libertadores. Los serranos, durante su dominación, habían levantado una horca en la Plaza Mayor, para castigar a los ciudadanos que hubiesen favorecido a los franceses, y si nosotros hubiéramos llegado un día después, muchos infelices habrían perecido en aquel cadalso; aun así fueron satisfechos odios privados con el pretexto de la vindicta pública: un concejal fue ahorcado por no haberse querido dejar corromper, años atrás, en un negocio de contrabando, y un pobre sastre había sido precipitado desde lo alto de las rocas, y cortado en pedazos, por haber servido de intérprete a nuestros soldados.
El mismo día que salimos nosotros de Ronda (14), entraron los serranos con la aurora, lanzando gritos espantosos y disparando sus escopetas en las calles, como señal o manifestación de su alegría. Llegaban tumultuosamente los habitantes de cada pueblo, como formando un cuerpo especial, y acompañados por sus mujeres, las cuales, según he dicho ya, no se distinguían de los hombres a no ser en el vestido, y por su estatura más elevada y un poco más de rudeza en las maneras.
Decían a gritos las serranas que sus maridos habían conquistado a Ronda de los franceses, y que así cuanto había en la ciudad les pertenecía; vociferaban esta especie, deteniéndose con aire arrogante ante las puertas de las casas más hermosas diciéndose unas a otras: yo me quedo con esta casa, yo me haré señora, y me vendré a vivir aquí dentro de pocos días con mis cabras y mi familia. Y en espera de tal día, cargaban en sus borricos todo lo que podían arramblar en el interior de las habitaciones; estas señoras no se hartaban de cargar los borricos con el fruto de su pillaje, hasta que los pobres animales se rendían, y caían al suelo bajo el peso del botín.
Por robar, robaron los serranos su caballo y su portamantas a un teniente inglés que venía con ellos, y sin que el inglés lograse que fueran castigados los culpables. 
Fueron abiertas las prisiones, saliendo de ellas, no solo los insurgentes presos, sino todos los detenidos, y todos corrieron, en cuanto se vieron libres, a vengarse de sus jueces y de sus acusadores. Los deudores arrebataron por fuerza los recibos a sus acreedores, y prendieron fuego a los papeles de la Cancillería, sin otro fin que destruir las inscripciones de las hipotecas que tenían los vecinos de Ronda sobre las propiedades de los montañeses.
El general en jefe de los serranos no pudo llegar a Ronda hasta seis horas después de haber sido entrada la Ciudad. Intentó en vano poner orden con ayuda de las que llamaba él sus tropas regulares. Y no habiéndolo podido conseguir, se valió de la estratagema de hacer publicar por el pregonero que los franceses estaban para llegar. Los serranos se reunieron en seguida aprestándose a combatir, y los ciudadanos tuvieron tiempo para fortificarse con barricadas en sus casas.
El hombre que parecía tener más influencia sobre estas hordas indisciplinadas era un tal, llamado Cura, valenciano, que había sido en su ciudad natal profesor de Matemáticas; obligado a desterrarse de Valencia por haber matado a un hombre, por celos, se había refugiado con los contrabandistas para escapar a las persecuciones de la justicia; había sabido esparcir la idea de que era del más elevado nacimiento, y qué razones de política le forzaban a permanecer incógnito.

Pienso que éste personaje se trataba de Andrés Ortiz de Zárate, apodado el Pastor, quizás la persona que tomó parte más activa en el levantamiento de la Serranía de Ronda. En mayo de 1808, era profesor de matemáticas en Alicante. En 1809 se afincó en Gibraltar, donde se dedicó a la enseñanza, hasta que nuevamente su espíritu patriótico le llevó a tomar las armas contra el francés cuando se produjo la invasión de Andalucía.


Andrés Ortiz de Zárate

Los serranos le habían puesto el apodo de el incógnito del gorro grande; porque, efectivamente, llevaba un gorro a la usanza del país, pero de proporciones desmesuradas, para llamar la atención. Esta especie de existencia misteriosa le daba un gran imperio sobre los espíritus; y un mes después de nuestra entrada en Ronda, el incógnito del gorro grande levantó en diversos lugares de la Sierra una cantidad considerable (de dinero) con el pretexto de ir a comprar armas y municiones; lo que pretendía era escapar con el dinero, pero fue preso y castigado.
El general Peyremont fue a Ronda con su brigada, proyectando una expedición al corazón de la Serranía; pero fue obligado a volverse sin intentarla; supo, en efecto, que Málaga había sido atacada durante su ausencia por otras bandas de insurgentes, y se fue allá, dejando en Ronda de guarnición a mi regimiento de húsares con doscientos soldados de infantería, valientes polacos, en reemplazo del batallón de Guardias del rey José, que había estado antes con nosotros».

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Hasta aquí lo escrito por Albert Jean Michel Rocca en su libro. La parte referente a los sucesos acaecidos en Campillos el 18 de marzo de 1810, ya los conocíamos, en parte, por lo escrito por Antonio Aguilar y Cano, y Baltasar Peña Hinojosa en sus libros sobre Campillos.

Antonio Aguilar y Cano, en “Apuntes históricos de la Villa de Campillos”, escrito en 1890, se refiere a esos sucesos, de la siguiente manera:

Es lástima que no se conserven documentos bastantes en que conocer al detalle las penalidades que Campillos, pueblo entonces de tránsito, como situado sobre importantes vías de comunicación, tuvo que sufrir. En defecto de narraciones completas nos contentaremos con las indicaciones que hemos podido recoger en los libros capitulares.

Además de los sacrificios en hombres y dinero que hizo Campillos por la causa de la patria, sacrificios comunes con el resto de la nación, tuvo que sufrir de los franceses varios saqueos, y el horrible degüello de más de cuarenta personas honradas y pacíficas, algunas de ellas de las más principales, efectuado el día 18 de Marzo de 1810 en bárbara represalia de la muerte de un soldado francés, efectuada, por un obcecado patriota, en el sitio llamado la Cruz Blanca.

Baltasar Peña Hinojosa, en su libro “Pequeña historia de la Villa de Campillos”, escrito en 1960, hace un relato algo distinto de lo que realmente ocurrió, pero realiza una gran aportación a esta historia, que pienso sacada de la tradición oral del pueblo, transmitida de padres a hijos, y es la de un médico de ascendencia alemana, llamado Kessler, que venía agregado al ejército expedicionario francés, y de su prometida campillera.

Vinieron después los sucesos de la Guerra de la Independencia. Es lástima que no se conserven documentos que nos den a conocer con detalle las penalidades que Campillos sufriera en esta época, ya que su situación de tránsito entre Sevilla y Málaga le hizo estar ocupado por fuerzas francesas durante mucho tiempo.

Desde principios de marzo de 1810 los patriotas del distrito de Ronda comenzaron a hostilizar sin tregua a los franceses. Ante ello, José Bonaparte estimó necesario, para tranquilizar la serranía, desplazarse hasta Ronda. Estuvo pocos días allí, dejando un gobernador con amplios poderes para obrar según las circunstancias; su regreso fue la señal para un levantamiento general en aquella zona, hasta el término que el día 12 se presentaron delante de la ciudad numerosas bandas armadas, teniendo la guarnición que evacuar la plaza, de la que se hicieron dueños los patriotas.

Retiráronse los franceses a Campillos, desde donde reforzados por media brigada procedente de Málaga y mandada por el general Peyremont, volvieron el día 21 sobre Ronda, posesionándose nuevamente de la ciudad.

En la mañana del día 18 de marzo llegaba hasta Campillos uno de estos destacamentos de caballería.

Al pasar la fuerza por la Cruz Blanca, en donde las puertas de casi todas las casas se mantenían cerradas como expresión constante de repulsa hacia los invasores, los soldados pretendieron violentamente apartar a los vecinos que daban de beber a su ganado, para anteponer sus caballos. Surgió la discusión y alguien, surgió sin pensar en lo que hacía, echó la mano a la faja y sin dar tiempo a nada disparó un pistoletazo contra uno de los franceses. La fuerza se replegó inmediatamente a uno de los costados de la plaza, disparó sus armas, y media docena de campilleros quedaron tendidos en la entrada de la calle de la Sangre.

Los disparos pusieron en guardia a la pequeña fuerza que guarnecía nuestro pueblo, pero a su vez también alborotaron a los vecinos, para muchos de los cuales era alegre anuncio de que alguna partida de patriotas estaba procurando apoderarse del pueblo. Más de uno, con impremeditado afán de unirse a ellos, salió a la calle armado con un trabuco, y muchos también caían inmediatamente en las encrucijadas y esquinas de la población.

A los pocos minutos, otra vez el pueblo se envolvía en un medroso silencio, apenas roto por las patrullas francesas que vigilaban por las calles. Horas después las mismas registraban casa por casa, deteniendo a cuantos hombres encontraban.

Al atardecer, un centenar de campilleros se hacinaban en la plaza de la Cruz Blanca bajo la vigilancia de los franceses que con bayoneta calada formaban un cinturón alrededor de ellos.

Las autoridades, hasta las que habían llegado noticias de que los franceses pensaban fusilar aquella noche a los detenidos, corrieron a interceder del mando francés misericordia para ellos. Los franceses, a todos los argumentos, contestaban poniendo de manifiesto la primera agresión a su soldado.

Una muchacha campillera se había puesto en relaciones por aquellos días con un médico de ascendencia alemana que venía agregado al ejército expedicionario francés, llamado Kessler. Ante el hecho que se anunciaba, esta mujer no dudó en marchar hasta el puesto de mando francés y, en presencia de los jefes se arrojó de rodillas a los pies de su prometido, solicitando misericordia para sus paisanos condenados.

Este rasgo, y la continua súplica de las autoridades, disminuyó el número de condenados; sin embargo más de cuarenta víctimas, entre ellas algunas personas principales, fue el trágico balance de aquel incidente, que nos demuestra por sí solo cómo los campilleros supieron también escribir con su sangre la dolorosa página de un 18 de marzo.

Rafael B. Jordán Gómez, en su artículo “Campillos en la Guerra de la Independencia: Memorias de un oficial francés”, que publicó en 2003, pone nombre a esta “muchacha campillera”:

Esta muchacha no era otra que Dª María Antonia Padilla Sánchez, hija de D. Juan Padilla Duran de Quintana […] y de Dª Martina Sánchez de Castilla y Elorza. Como podemos imaginar sus relaciones con el médico francés, D. Fernando Kesler, no fueron del agrado ni de sus padres ni del resto de la población, por las evidentes razones de odio hacia el ejército invasor. Eso hizo que sus padres la repudiaran incluso le negaron su dote como anticipo de las legítimas paterna y materna que por derecho le correspondían. Fruto de esta unión nació una hija, Luisa Kesler Padilla (1812), a quien no pudo conocer su padre, que murió en la retirada del ejército francés.

Dª Luisa Kesler casó con Don Antonio Pérez Avilés, de cuyo matrimonio nació una única hija, Dª Catalina Pérez Kesler (1855), que casaría con Don Pedro Campos Asiego (1852), dejando una amplia descendencia que perdura hasta nuestros días.


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